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Alguien que anda por aquí

Una rata me enseñó a patinar

Cuánto miedo nos dan las cosas que luego se quedan en nada. Lo hablaba hoy con una amiga recordando el miedo que me daban las rotondas y el tráfico feroz de Madrid cuando empecé a conducir, aquella vez que me cerraron la M 40 de madrugada después de una jornada laboral agotadora y no supe qué hacer para volver a casa, porque era el único camino que conocía y no había nadie a quien llorar al teléfono para que me diera indicaciones.

A punto estuve de dejar el coche en cualquier lado y coger un taxi, pero me dio miedo esperar a que pasara uno sola en medio de un páramo asfaltado. Me sentía más segura perdida dentro de mi coche, tenía gasolina de sobra para dar vueltas por Madrid indefinidamente, y al final llegué, una hora más tarde, cuando conseguí apagar mi histeria preguntando a los transeúntes que había en la calle a esas horas: basureros, dependientes de gasolineras, obreros nocturnos, insomnes paseantes de perros.

Ahora soy una macarra al volante más, ya no queda prácticamente nada de aquel miedo, aunque tengo otros, los miedos siempre son renovados. A menudo de mayores nos dan miedo por ejemplo las polillas, olvidando que de pequeños cogíamos bichos con las manos, los guardábamos en cajas de cartón agujereadas o en frascos y nos pasábamos las horas muertas observándolos. Se suele decir que los miedos son irracionales, que no atienden a razones lógicas, pero no hay nadie más irracional en sus pensamientos que los niños, por estar más apegados aún a sus instintos, tener menos reflejos aprendidos y menos normas de urbanidad impustas, y ellos no tienen miedo. Son inconscientes, solemos decir.

Yo era de las que cogía grillos de pequeña, y no me daban el asco que me dan ahora. En lo que no he cambiado es en la repulsión a las ratas, a pesar de que a mí una rata me enseñó a patinar. Literalmente, en serio. Teníamos una casa con huerto por aquel entonces, y yo estaba aquella tarde en los alrededores con mis patines nuevos, pegada a la pared, moviéndome a la velocidad de un caracol lento. Debía de tener unos siete años y un miedo feroz a caerme y hacerme daño. Pero me daban más miedo las ratas, por eso, en cuanto me pareció ver un rabo largo y grisáceo que se movía entre las lechugas, me eché a correr despavorida. Fue en el momento de llegar sana y salva a casa y contarle a mi madre que había visto una rata en el huerto, cuando me di cuenta de que estaba contándoselo de pie, tranquila y triunfalmente apoyada sobre ocho ruedas.

1 comentario

Alex -

Es muy chulo el titular y el texto es más que entretenido. Gracias por tu perla "casi" diaria. No sé cómo puedes escribir a esas horas en las que yo no tengo ya ni ojos. Besos.