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Alguien que anda por aquí

Tendríamos que involucionar

La felicidad está en las personas. Incluso si te sientes feliz porque te has comprado un coche o un móvil nuevo, lo que quieres es presumirlo y compartirlo con otras personas, aunque sea vía facebook.

Por eso yo fui feliz en Guinea Bissau. Y no lo digo por las personas maravillosas que conocí (los expatriados españoles, alegres y generosos; la joven que quiere ser periodista que me llevó a pasear por el puerto hablando del oficio; el fascinante médico guineano que me tuvo cinco horas pendiente de su palabra, de sus increíbles anécdotas), ni por reencontrarme con mi gran amiga y su marido, a los que adoro, porque eso no tiene mérito, con ellos podría ser feliz incluso dentro de una cueva. Me refiero a que me hicieron feliz las personas a las que realmente no conocí, con las que apenas crucé un par de palabras.

Porque es un país de gente amable y sonriente por naturaleza que desea los buenos días a los desconocidos, que se ofrecen a acompañarte aunque no les pille de camino, que van corriendo a hacerte un recado sin esperar nada a cambio, que te ofrecen comida y bebida si estás a su lado, que te llama por teléfono para ver si has llegado bien a casa, que te riñe como una madre si ve que te estás mojando por la calle y te obliga a esperar a que escampe bajo su techo.

Gente de palabra que no saben lo que es “quedar bien”, hombres que si te dicen que te van a llamar, te llaman (eso merece un post aparte, chicas), hay restaurantes en los que nadie usa servilletas pero de alguna manera el camarero consigue un par de pañuelos de papel para que te limpies las manos.

Feliz por ese niño que me enseñó a decir “mariposa” en su lengua y que se agachó a limpiarme el pantalón de tierra, como un acto reflejo, cuando me arrodillé para enseñarle la foto. Por esa chica que me cogía del brazo para evitar que me metiera en los charcos. Por ese artesano que se entretuvo en contarme con todo lujo de detalles la historia de cada una de sus piezas y la procedencia de sus maderas cuando sabía que no llevaba dinero para comprarlas.

Por ese pasajero que se ofreció a grabarme unos discos -y lo hizo- cuando le pregunté cuál era el cantante más famoso del país. Por ese hombre que se metió en una pelea y se ganó un par de puñetazos por defenderme, para evitar que intentara robarme un listo en el aeropuerto de Dakar.

Aquí tristemente eso no lo es normal. Hemos perdido en el mundo “desarrollado” ese preocuparse por el vecino y procurarle en la medida de nuestras posibilidades su bienestar. Ahora más que nunca este Madrid al que adoro me parece una ciudad inhóspita, pero quizá no todo esté perdido.

Hay personas que a veces te ceden el paso incluso en el peor de los atascos, que se agachan a recoger algo que se te ha caído, que se ofrecen a indicarte si te ven perdida... Hoy iba en el metro y un señor me ha avisado de que tenía el bolso roto, “no fuera a ser que se me cayera algo o que me lo hubieran rajado para robarme” y cuando le he dado las gracias por la advertencia me ha respondido: “no, por favor. Qué menos”. Eso digo yo.

Un sociólogo guineano me explicó que cuanto menos desarrollada está una sociedad, en cuanto a progreso económico, más se cuidan las personas entre ellas, aunque no sean del mismo grupo. Aunque sea una blanca turista como yo. Conforme vamos progresando ganamos en individualismo, me dijo, es ley de vida, pero yo creo que eso no es progreso, que para ganar en calidad de vida tendríamos que involucionar.

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