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Alguien que anda por aquí

Contra las perdices III: Acabar comiendo pájaros no es un buen final

Esas cosas no solo pasan en las películas. También en la vida real a veces te sacan a bailar. En un parque, sobre el césped, detrás de un violinista que toca sin mucho entusiasmo y desafina, pero no os importa: es mejor, os reís y se nota menos que no sabéis llevar el compás.

 

La vida real se convierte a veces en un mundo azucarado, en el que todos los camareros son amables y si no tienes suelto deja, ya me pagarás. Atardece sobre los tejados de la Gran Vía descorchando un vino, se abren paso las confidencias frente a la Puerta de Toledo, en la plaza de Ópera hay un hombre dibujando pompas de jabón: redondas como nuestros sueños, indomables, se deforman y estallan.

 

Eso es lo que esperáis de vuestra relación: que se rompa de un momento a otro, dejando en el aire un arcoiris efímero. Por eso os empeñáis en encontrar las fisuras, en poneros a prueba, pero no se os da bien romper. Cada descubrimiento es un reconocimiento. Dijisteis inconscientemente que volveríais a veros y aquí estáis: viviendo sin cansaros 120 horas juntos, flotando por la ciudad.


Lo que es distinto es la despedida en el aeropuerto: nos han mentido las películas románticas. No es posible convencer a las azafatas para detener el avión. De hecho, ni siquiera te dejan llegar a la puerta de embarque. Las despedidas reales en los aeropuertos se enredan en el laberinto de cintas y postes frente a los arcos de seguridad.

 

No tienen nada de romántico; estás ahí haciendo cola, otros pasajeros empujan, tropiezas con los contenedores para tirar los líquidos, te obligan a vaciar los bolsillos y a medio deshacer la maleta, pasas con las manos en alto, sin cinturón, descalzo. Esa es la última imagen de la película, así es como tú te entregas: a descubierto, le hacemos paso al corazón.  

 

 

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