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Alguien que anda por aquí

A todo el mundo le duele algo

Mi madre murió de cáncer

como mi tía mi abuela

mi amiga murió de cáncer

una amiga tiene cáncer

mucha gente se ha muerto de cáncer

mi madre mi amiga la novia de un amigo un amigo de mi padre el padre de una amiga

Y otra amiga ahora me dice que tiene cáncer y yo

solo conozco a una persona que lo haya superado

una que esté vivita y coleando

bueno dos bueno tres que estén alegremente recuperadas del todo

aunque siempre a ver qué pasa nunca sabes

a ver cuánto cómo dónde a ver la siguiente revisión

a ver este dolor hacia qué lugar

me lleva

yo llevo todo el día pensando

haciendo recuento de avisos

fallos y dolores este año

se van a diagnosticar en España más de 270.000 casos

dicen los expertos que se está duplicando

la supervivencia

Celebrar la Vida

A Iria Fernández Silva, in memoriam

 

Hay gente que tendría que ser eterna

porque allí donde va enciende la luz.

 

Ella que había perdido tanto

tenía siempre actitud de ganadora.

 

Vivió tres vidas antes de cumplir los cuarenta

cada día como si fuera el último

y a la vez haciendo grandes planes

sonriendo ferozmente

irradiando tanto amor

soñando

creando

contando chistes malos

era imposible conocerla y no quererla.

 

Cada vez que quedaba con ella

descubría algo, en cada conversación

un hallazgo.

 

Ahora escuecen las cosas que no puedo preguntarle

que Vivir sea ya solo

tarea nuestra

tarea que nos enseñó a hacer celebrando.

 

Para eso sirve el arte

A veces el teatro hace

que quieras llamar a tu madre.


Te sientes

feliz culpable estúpida

viendo la obra

Sales de la sala encogida o radiante

y quieres contárselo a tu madre

no para que lo entienda sino para que te perdone.

 

 Para eso sirve el arte

para contarte tu verdad desde fuera.


Tú crees que te evades pero ellos

subidos al escenario

te sacan fuera de ti misma

y se ponen a hablar de ti

y de ti.

 

Vuela

Vuela

He estado toda la mañana pintando un globo

Y ni siquiera vuela.

Me ha salido un globo triste

Un globo flojo

un globo perdido en el cielo

Un globo que se le ha escapado a alguien.

Pero mi globo también es

un motivo para apuntar alto

Para mirar al cielo.

Vuela

Sólo por amor al arte

Sólo por amor al arte

¿Te suena esto de ir a una exposición de arte contemporáneo, ver un cuadro con unos cuantos borrajetos y decir “esto podría hacerlo yo”? Pues eso VOY a hacerlo yo. Ayer estuve en ArtMadrid y vi algunas obras fantásticas que me dejaron clavada mirando y me cortaron el aliento, pero también un par de ellas -y eso que me encanta el arte abstracto- que podría repetir con los ojos cerrados. A por esas voy. Esta de arriba es la primera. Y me propongo hacer una al día.

 

Porque me gusta, porque lo disfruto, sin ninguna pretensión. Como además doy por supuesto que no se me da bien, que nunca he desarrollado esas capacidades, jamás he recibido ningún tipo de lecciones y que siempre he sido bastante torpe con las manualidades, me permito solo ponerme a pintar, sin ningún tipo de juicio. Y no veáis cómo lo disfruto. Me he dado cuenta además de que es como meditar.

 

Durante el rato que estoy pintando, estoy totalmente aquí y ahora, absolutamente, sin nada más, fuera ni dentro. Solo estoy pensando en los colores, en cómo van quedando, en cómo mezclarlos, en cuál poner a continuación, en cómo hacer esta pincelada, en si voy a girar hacia un lado o hacia el otro el pincel.

 

Y quizá porque no tengo absolutamente ninguna expectativa, me gusta lo que veo, y me da la risa cuando se me ocurre una tontería, y por su puesto la hago porque a ver por qué no. Y me alejo un poco y me sorprende ver algo nuevo, que esté tomando forma y sugiriéndome cosas en las que no había pensado, y me hace gracia que me esté hablando mi propio cuadro.

 

Claro que también disfruto escribiendo, pero mientras escribo voy leyendo y releyéndome, voy escuchando cómo suena lo que escribo, si se entiende o no, si podría quitar alguna palabra; mientras escribo, tengo a un hipotético lector en la cabeza, para tratar de tantear si consigo transmitir la idea que quiero, y es inevitable que así me juzgue también ese hipotético lector.

 

Con la pintura no. Estoy yo sola pintando y no tiene que gustarle a nadie, no tiene que entenderlo nadie, no tiene que llegar a nadie. Pinto por amor al arte, y como lo hago con tantas ganas, me gusta el resultado y me apetece enseñarlo. Como una niña pequeña que enseña su dibujo, y cree que está fenomenal. Aunque no sea cierto. No espero nada, solo quiero que no se me olvide el disfrute sin propósito de gustar.

Muy seriamente, sin ningún pero

No tendría más de 20 años el chico que se sentó delante de mí en el tren. Camiseta negra desgastada, vaqueros anchos, pelo pincho, cara de no haber dormido mucho ayer. “Te lo juro tío, en serio”, iba diciendo por su teléfono móvil: “Le he pedido a mi novia muy seriamente que se case conmigo y ella muy seriamente me ha dicho que sí”.

 

Lo decía contento, convencido, triunfante. Hablaba con toda la seriedad de los 20 años; es decir: ninguna. Y toda a la vez. Sólo se puede estar tan convencido de algo a los 20 años. Cuando no tienes miedo de nada y todo son certezas. La vida es así y así. Muy seriamente, nos vamos a casar. El felices para siempre se sobreentiende, esos rollos que les pasan a los otros a mí no me van a pasar.

 

Miro a ese chico de 20 años con superioridad, con indulgencia, como si yo supiera algo que él no sabe. Desde la treintena se conocen muchos más grises, no estás tan seguro de nada. Pero igual soy yo la que ha olvidado algo importante. Que con esa mochila cargada de matices no se llega a ninguna parte, que con tantos peros no es posible avanzar. Hay que ir soltando lastre, tomarse la vida tan en serio como ese chico de 20 años, con esa aplastante seguridad: eso es lo que queremos y así va a pasar.

Contra las perdices III: Acabar comiendo pájaros no es un buen final

Esas cosas no solo pasan en las películas. También en la vida real a veces te sacan a bailar. En un parque, sobre el césped, detrás de un violinista que toca sin mucho entusiasmo y desafina, pero no os importa: es mejor, os reís y se nota menos que no sabéis llevar el compás.

 

La vida real se convierte a veces en un mundo azucarado, en el que todos los camareros son amables y si no tienes suelto deja, ya me pagarás. Atardece sobre los tejados de la Gran Vía descorchando un vino, se abren paso las confidencias frente a la Puerta de Toledo, en la plaza de Ópera hay un hombre dibujando pompas de jabón: redondas como nuestros sueños, indomables, se deforman y estallan.

 

Eso es lo que esperáis de vuestra relación: que se rompa de un momento a otro, dejando en el aire un arcoiris efímero. Por eso os empeñáis en encontrar las fisuras, en poneros a prueba, pero no se os da bien romper. Cada descubrimiento es un reconocimiento. Dijisteis inconscientemente que volveríais a veros y aquí estáis: viviendo sin cansaros 120 horas juntos, flotando por la ciudad.


Lo que es distinto es la despedida en el aeropuerto: nos han mentido las películas románticas. No es posible convencer a las azafatas para detener el avión. De hecho, ni siquiera te dejan llegar a la puerta de embarque. Las despedidas reales en los aeropuertos se enredan en el laberinto de cintas y postes frente a los arcos de seguridad.

 

No tienen nada de romántico; estás ahí haciendo cola, otros pasajeros empujan, tropiezas con los contenedores para tirar los líquidos, te obligan a vaciar los bolsillos y a medio deshacer la maleta, pasas con las manos en alto, sin cinturón, descalzo. Esa es la última imagen de la película, así es como tú te entregas: a descubierto, le hacemos paso al corazón.  

 

 

Me falta, no me falta

Me falta, no me falta

Estuve meses olvidándome de que se había muerto mi madre. Se me olvidaba de verdad. Volvía a menudo a casa pensando: Ahora llamo a mi madre para contarle esto; y al minuto: Ah, pero si no está.

 

Hoy le llevo flores a un rectángulo de mármol en el cementerio, pero ahí sí que sé que no está. Esa lápida no es mi madre, tampoco es la que dejé en el hospital.

 

Mi madre es la que iba a despertarme susurrando mi nombre tres veces seguidas, pero le daba pena arrancarme del sueño y me dejaba dormir siempre un ratito más.

 

Mi madre es la que nos ha dejado la manía de contar todo siempre desde el principio: después de un viaje, quería saber qué había pasado desde el mismo momento en que cogimos la maleta, cerramos la puerta y salimos del portal. Ahora mis hermanas y yo nos exigimos los mismos detalles entre risas.

 

Mi madre es la que me dejaba llegar tarde de adolescente a casa siempre que volviera acompañada. La que se fiaba de mi criterio respondiendo sinceramente: “hija, tú verás”. La que nos ha cosido tantos vestidos y disfraces, la que nos engañaba rebozando las sardinas de dos en dos (cómete solo una, que para estudiar te viene bien el fósforo).

La que me quitaba los miedos de pequeña diciendo alegremente “¡que no pasa nada!”. La que se asustaba al pie de nuestra cama cuando la fiebre nos hacía delirar. La que nos escondía por la casa huevos de chocolate cada Domingo de Pascua, y no valía comerte el que no llevaba tu nombre. La que se moría de risa cada 28 de Diciembre preparando inocentadas, ¡y qué mal se lo hacía pasar por unos minutos a amigos y familiares!

 

Seguimos haciendo todo eso que ella hacía, así que en esa lápida no está.

 

Mi madre está en los visillos de mi casa, que hice yo sola arrepintiéndome en cada puntada por no haberle pedido nunca que me enseñara a coser. Está cuando guardo algo y veo que, como decía ella, bien ordenado todo cabe. Está en mi cocina cuando le echo un vaso de agua a las lentejas mientras se están cociendo porque “a las lentejas hay que asustarlas”. Está en todas las cosas verdes, porque ese era su color favorito; en el Gospel, en los Sudokus y en el programa de la tele “Saber y Ganar”. En el café cuando me echo tres cucharadas de azúcar, como ella, y en los guisos que quedan sosos porque ya somos ella y yo “muy salás”.

 

Mi madre está cada vez que me preocupo por mis hermanos y por mi padre, cada vez que nos reunimos. Es ella la culpable de que la familia esté unida; la tía amenazaba con volver después de muerta si algún día nos peleábamos y dejábamos de hablarnos: ¡mira que vuelvo como espíritu y me lío a mover lámparas, a descolocar cuadros y a dar portazos! ¿eh? ¡Que vuelvo!, decía.

 

Gracias a ella no va a hacer falta que vuelva, aunque a veces haga tanta falta.

Que no te vendan amor sin espinas

Que no te vendan amor sin espinas

Dicen que los rinocerontes están emparentados con los unicornios. El rinoceronte sería el primo feo, podríamos decir. Más gordo, más torpe, definitivamente más feo... pero es el que está aquí. Allá el unicornio en su mundo mágico, cabalgando entre las flores, saltando de nube en nube, dejando con su trote destellos de luz.

 

Al rinoceronte le decimos: mira tu primo qué guapo, qué atlético, qué grácil, qué alegre... pero es fácil ser todo eso en un mundo de fantasía. Baja al unicornio a este planeta, y se convierte en un rinoceronte. Hay que tener cuatro patas gruesas para pisar el barro de este mundo real.

 

A veces el rinoceronte no puede con el peso de las comparaciones y se esfuerza por adelgazar. Pero escucha, nunca serás un unicornio. Eres así de feo. Eres hermoso. Nadie puede cabalgar entre las nubes. Bájate de la cinta, chapotea alegre entre nosotros. Necesitamos al unicornio para colorear nuestros sueños y al rinoceronte aquí para avanzar.

Una piedra en el camino...

Una piedra en el camino...

Llevo años recogiendo piedras allá por donde voy. Por raras, por bonitas, por diferentes, por llevarme en el bolsillo el recuerdo táctil del lugar. A veces solo me gustaron desde arriba, y al agacharme a cogerlas ya no, perdían su esplendor, pero igual las sostenía unos minutos entre las manos, su tacto inmóvil siempre me despierta alguna sensación.


Hay piedras de todas las playas en las que me he bañado, que guardan todo el sol que he tomadoAlgunas son simples ladrillos, otras de algo artificial. Hay una que cogí del baño de una tetería donde alguien me acababa de demostrar su amor. Algunas ni siquiera son piedras: una piña, cáscaras de mejillones, conchas, caracolas, un fruto seco con tacto de cuero que en Argentina llaman “oreja de negro” y tiene una triste leyenda detrás. Me la contó un Negro alegre con los pies de alas que veía sirenas fuera del mar.


Hay piedras volcánicas como si fueran un paisaje lunar... y quizá estuve en la luna mientras las guardaba. Hay unas nacaradas que recogí de una agridulce isla griega que trajo dulces consecuencias. Hay una que parece un caramelo a medio masticar. Hay una de un rosa inverosímil, hay otra redonda como cáscara de nuez.

 

Hay una ligera y hueca como la corteza de un árbol, otra porosa como si tuviera burbujas que acaban de explotar. Una parece marcar un camino a seguir con tiza, una puntiaguda que presume de aristas con actitud hostil, otra está como dando vueltas sobre sí misma, hay una anaranjada y gris como si la acabaran de pintar.

 

Sacadas de contexto no parecen sino una-piedra-más. O una menos en el camino. Tanto tiempo después no soy capaz de recordar el origen de cada una de ellas, pero todas traen aire de salitre, de bosque, de camino, de asfalto de ciudad. Los pies que las pisaron antes de los míos, las manos que las toquetearon un rato para volverlas a tirar. Seguro que alguna ha hecho daño a alguien, queriendo o sin querer.

 

Las rescato ahora de la caja en la que he ido acumulándolas todos estos años para que presidan la mesa de mi salón dentro de una pecera de cristal y me asaltan, confusos, todos los recuerdos a la vez. Estáticos, inmóviles, paralizantes, poderosos y fuertes como solo una piedra podría ser. Las que no transmiten recuerdos inspiran quietud, serenidad, orden, silencio.

Mentía como miente una madre

Parecía una madre normal. Vestida y peinada como cualquiera de las nuestras, con sus 50 años ya bien cumplidos. Tengo que llegar hasta el hospital de La Paz, decía tranquilamente. Begoña se llama la parada, de la línea 10, me han dicho. Yo no quería que me siguiera hablando porque sabía que me estaba mintiendo.

Mentía como miente una madre; sin malicia, por necesidad. Mientras busco una moneda me digo a mí misma: no es como mi madre, mi madre no pediría en el Metro, pero seguro que los hijos de esa señora piensan igual.

Modales de ciudad

Hoy me ha saludado un chico que entraba en el metro. Con intención de nada, solo porque estábamos allí. He tenido que apartarme de las puertas para que pasara. Traía cara de sueño, venía como de dormir, con una pesada bolsa que ha echado a sus pies. Su “hola” era más bien un “¿me dejas?” pero me ha hecho pensar en los modales que hemos perdido en la ciudad.

Hay países en los que saludas cuando compartes un banco. Eso ya no se hace aquí. Ni siquiera nos saludamos con ganas cuando nos cruzamos en los edificios, yo por ejemplo en mi trabajo nunca sé qué decir cuando me encuentro con alguien en los pasillos. Si estoy entrando porque comienzo mi turno digo “hola”, pero suele pasar que la otra persona está saliendo y me responde “adiós”.

En las escaleras me pasa lo mismo cada vez que subo a por un café, nunca sé si es el que sube o el que baja quien tiene que decir adiós. Se resolvería todo con un “buenas tardes”, que sirve igual de entrada que de salida, pero parece demasiado formal. El problema es que suelen cruzarse los saludos, y tú puedes estar diciendo “buenos días” al mismo tiempo que el otro responde “hasta luego”, lo que podría tomarse como una ofensa personal.

Es más incómodo cuando medio conoces a la persona y de pasada le preguntas “qué tal”. Corres entonces el riesgo de que te conteste y no haya recorrido de conversación. Tampoco está bien contestar a un “qué tal” con un “bien” a secas, qué menos que preguntar “¿y tú?”. Te ves entonces obligada a contarle qué tal estás a alguien a quien realmente no le importa como estés y a quien tú tampoco tienes especial interés en informar.

Luego hay gente como mi portera, que de puro simpática no entiende de educación. Hoy he llegado chorreando de la piscina y he estado 15 minutos retenida en el rellano oyéndola sin parar. Tiene una facilidad inaudita para enlazar temas sin que metas baza. Le basta con un “ajá”, y no le importa verte cargado de bolsas, con cara de prisa o el pescado a medio descongelar.

Lo bueno es que su verborrea ha creado una complicidad bonita entre los vecinos; cuando vemos a uno de los nuestros enganchado a su conversación hacemos algún comentario de pasada para darle un respiro y que pueda escaparse, o sujetamos la puerta del ascensor para invitarle a subir. Nos echamos miradas de agradecimiento cuando estamos ya fuera de peligro, cuando hemos conseguido huir de su monólogo, y nos reconciliamos entonces con estos modales de ciudad.

 

Todo el que va a Lisboa regresa

Todo el que va a Lisboa regresa

Estamos aquí para huir, decía una pintada en un callejón de Lisboa, estamos aquí para llegar a la vez, juntos. Y al doblar una esquina me sorprende un fuerte olor a flores que no veo por ninguna parte, hay ropa limpia tendida y tejas rojas sobre fondo azul, un desorden de ladrillos y almenas reflejadas en los espejos y flores de plástico y guirnaldas en los balcones, un escándalo de cables surcando el cielo, olor a pesacadito y a carne a la brasa aunque para mí sea la hora del café, hay un atardecer sobre el Tajo visto desde un lugar que se hace llamar el Ponto Final y que parece un presagio aunque puede ser sólo el principio y pintadas de colores en todas las tapias, también frases reivindicativas: “No seas como ellas” al lado de un escaparate de Mango, “Cómete el dinero” a la puerta de la Western Union.

En Lisboa hay muchos edificios en ruinas milagrosa y orgullosamente en pie, casas desconchadas que no esconden sus vergüenzas y quizá por eso consiguen desprender un encanto que no es el eco del esplendor pasado. Dicen todos que es una ciudad decadente pero con orgullo, incluso presumida diría yo.

Esta ciudad la habitan señoras sonrientes que se asoman a ver la vida pasar frente a sus casas, millares de turistas que no son escandalosos, el conejo de Alicia en el País de las Maravillas que llega tarde y va corriendo por una estación de metro, un hombre con aspecto de bruja que fuma mirando por la ventana y sobre él se posa un ángel desde una esquina del barrio Alto...

Esta ciudad la habita también el fantasma de Pessoa poeta que es un fingidor, Pessoa pidiéndonos desde uno de sus poemas que no tengamos nada en las manos para que nada se caiga al abrirlas, Pessoa que no quiere rosas cuando haya rosas, Pessoa obligándonos a sentarnos al sol, Pessoa que quiere que abdiques para que comiences a ser el rey de ti mismo.



¿De qué se asustan los leones?

¿De qué se asustan los leones?

Pobres leones. No me digáis que no parecen estar aterrorizados. Los fotografié en Bruselas hace unas semanas; no daba crédito cuando me encontré al primero. Ahí subidito a su pedestal en la entrada de un parque, con esa cara de espanto. Me fui fijando entonces en las esculturas que me iba encontrando: todos distintos, todos asustados.

 

¿En qué estaban pensando los escultores belgas cuando llenaron la ciudad de leones cobardes? El león es el rey de la selva, qué humillación aparecer así retratado. Obra de republicanos selváticos -se me ocurre- en su lucha por abolir la monarquía animal. 

 

Busco más leones, pregunto, investigo: me cuentan que los que hay en la plaza del Ayuntamiento de Guadarrama parece que están lloriqueando. Encuentro la foto y pienso que un león no querría ser inmortalizado así, como si estuvieran pisándole la cola, aullando. Un león de verdad ya se habría dado la vuelta para darle un bocado o al menos se aguantaría las ganas de quejarse mientras le estuvieran retratando. 

 

Qué difícil es hacer un león

Busco más esculturas de leones en internet, y no todos son como los dos fieros que custodian la entrada al Congreso de los Diputados. Hay uno que parece estar deshojando una margarita me-quiere-no-me-quiere; otro con una mueca de asco como si le acabaran de servir un café descafeinado; otro con rastas más que melenas; otro a punto de extender la patita para pedirte un euro por sus cachorros, payo; otro que parece estar escupiendo; otro que no es que te ruja, es que no puede cerrar la boca con tantos dientes desencajados, y pienso: Qué difícil es hacer un león. 

 

Sólo encuentro explicación para la escultura del león de Lucerna, que aparece moribundo para conmemorar la muerte de unos mercenarios de la Guardia suiza durante la Revolución Francesa. Ah, y yo pensando que el león estaba triste porque le acababa de dejar su leona. Hay que ver cómo soy, qué prejuiciosa. 

 

Sí, acabo de darme cuenta de que soy una prejuiciosa de los leones, visto está que no todos son iguales y que de todos modos tienen derecho a aparecer como les dé la gana, a ver por qué van a tener que responder todos a mis expectativas de ferocidad. También puede ser el rey de la selva sin enseñar a todas horas los dientes. Y si quiere ruge, y si quiere, se echa a llorar.

Astucia y suerte

Yo le he dado una moneda y él me ha deseado suerte. Tres veces me lo ha dicho; con gravedad, con silencios, asintiendo con la cabeza me ha deseado suerte, cuando era él el que estaba pidiendo en el Metro.

Tenía mejor pinta de lejos. Mocasines y una larga barba blanca. De cerca, sus ojos tenían demasiada agua. Parecía de mentira esa mirada, de un azul inverosímil; azul plastidecor con el que coloreábamos el cielo de pequeños, pero ese azul llevaba además un rumor de agua.

De lejos, un discurso tipo: ha hablado del paro y de desahucios. Nadie en el vagón le miraba. Se ha hecho verosímil de repente: “No llevo el bastón para dar pena”, ha dicho, “sólo es una tendinitis”. Astucia o franqueza. Yo tenía una moneda y él no, qué más da para qué la pidiera.   

'Just do it' o la suerte del galápago

Lo decían los de Nike, que no en vano es una marca deportiva con nombre de Victoria griega. Just do it. Lo digo yo ahora que me siento una sobreviviente, como lo somos todos. Y es que esto de morirse es para todo el mundo, y más vale que te pille confesado. Con la vida aprovechada.

 

Uno cree que la muerte es para cuando llegues a viejo y tal, algo que irremediablemente nos espera allá a lo lejos, pero puedes por ejemplo salir de puente y quedarte en la carretera. Ir a clases de inglés y que revienten con una piedra la cabeza.

 

Tengo una amiga que estuvo a punto de caer fulminada por un galápago. Aquí en Madrid, una mañana, en la calle Príncipe de Vergara. Está viva porque se detuvo a mirar un escaparate: en ese instante notó un estrépito a sus espaldas. Al girarse vio un galápago espachurrado en el suelo, se habría caído o lo habrían tirado desde un balcón; unos centímetros más allá y ese caparazón enorme la deja tonta o la mata.

 

Como ese hombre que falleció aplastado por la rama de un árbol. Era militar, había estado en Afganistán, pero la muerte fue a encontrarlo en El Retiro, cuando buscaba con sus hijos la sombra. Qué final terrible, qué historia lamentable. Una cree que no es bueno darle todos los caprichos a los niños, pero imaginemos que esos niños le habían pedido a su padre minutos antes un helado. Y sin suponer tanto, si se hubiera parado en cualquier otro lugar del parque, tan solo un metro más allá, podría haber llegado a ser un héroe y lo estaría contando. Increíble, oí un crujido de ramas secas, vi desplomarse ante mis ojos la rama de un árbol enfermo y centenario.

 

Yo es que no creo en la mala suerte; creo que de todo se puede aprender algo. En mi caso, no es que yo me metiera en la boca del lobo, así que del loco que me atacó con una piedra en la cabeza sin venir a cuento no puedo aprender prudencia. Es otro el mensaje que había en mi piedra.

 

Afortunadamente una va por la vida sin pensar en que puede a morir en cualquier momento, y así debe ser. Pero no es cierto. Mejor lucha por cumplir tus sueños ahora, mejor no dejes esa llamada de teléfono para más tarde. Qué típico. Ya, pero más vale que digas lo que sientes ahora que puedes decirlo. No vaya a ser que te trunque el mensaje una rama, una piedra o un galápago. Simplemente hazlo.

Miedo a lo desconocido

Una vez, de pequeña, sentí un dolor tan agudo que pensé que ese iba a ser mi último día sobre la faz de la Tierra. Esto será la muerte, me dije, este dolor insoportable. No me imaginaba a mí misma en otra postura que no fuera retorcida, me recuerdo pensando que nunca más volvería a levantarme de la cama. Yo no entendía bien lo que era morirse, eso me parecía suficiente.

 

El pensamiento duró lo que tardaron los medicamentos en hacer efecto, era un simple cólico. Ya apuntaba yo tendencia al drama. Pero no soy la única. Conocí a un africano que pensó que se iba a morir la primera vez que pisó Europa y sintió el invierno. Esa reacción de su cuerpo al frío, ese temblor que nunca antes había sentido. No sabía que se podía tiritar de esa manera estando vivo.

 

Hay que ver qué miedo nos dan las cosas que desconocemos, cómo muchas veces nos atenaza o nos hace salir corriendo. Las sensaciones nuevas en cualquier ámbito. El africano al frío, el niño a la soledad de su cuarto a oscuras, el adolescente al cambio, el Donjuan al compromiso. Miedo a la muerte, miedo a la vida.

Dejadme en paz con mi miedo

Se dice que el miedo es libre, como si fuera un animal incívico. Y así está: desbocado, correteando por los pasillos de mi cuerpo. Como un oso que asalta mis costillas, una libélula que zumba en mis pulmones, un topo que echa tierra en la mirada, un roedor que husmea en la garganta, un perro que entierra un hueso en el fondo de mi estómago, un pájaro que cierra lentamente sobre mi pecho sus grandes alas.

 

No hay que tener miedo. Te dicen: No tengas miedo. Como si fuera a someterse el animal que recorre mis rincones. Va por libre y no obedece. No atiende a razones. Mi animal no atiende a razones. Como el amor es el miedo.

 

Si se dice que el miedo es libre, ahora lo digo yo para que me dejen tenerlo, para justificar mi derecho a tenerlo. Yo ya pongo de mi parte: yo ya me sujeto el corazón dentro del pecho para que no salga corriendo. Pero estáis todos demasiado cerca; en el metro, por la calle, me miráis al pasar y cualquiera de vosotros podría llevar una piedra.

 

Ahora necesito cuando voy por la calle ocupar más espacio del que ocupo. Mirar a todos los que me cruzo y cerciorarme de que no lleven en las manos piedras.

 

Aun así me echo a las calles como si no existieran en este mundo los locos que cargan una piedra y camino con soltura. Bueno mujer, poco a poco, me dicen. No te va a volver a suceder, me dicen. Si no ha sido nada grave. Pasa cuanto antes por esa calle, me dicen, verás que no tiene nada. Ya lo sé, no he perdido la cordura. Sé que es verdad. Pero no tiene menos razón mi animal, que anda como un estúpido enamorado golpeándose con las señales que él mismo proyecta. Ya le pondrá el tiempo en su sitio. Dejadle ahora con su andar errático.

 

Gracias a la vida

No puedo dejar de pensarlo. Es que me podría haber muerto ayer en mitad de la calle Embajadores, a las cinco de la tarde, hora torera. Habría venido el Samur, la policía, habría llegado un aviso a la prensa. Mis compañeros de la radio contando en las noticias, como yo he hecho tantas veces: “nueva muerte violenta en la región, se investigan las causas, los testigos dicen que no mediaron palabra, podría haber sido un ajuste de cuentas”.

 

Tengo licencia para decir tonterías. Me han dado una pedrada en la cabeza.

 

¿Y del agresor qué? Iba caminando por la calle con una piedra más grande que su mano. No era un adoquín ni un ladrillo. No hay parques en los alrededores. Venía de lejos cargando su piedra. Igual pensó: se la estampo a la primera persona que me mire a los ojos. A la primera que sea más alta que yo. A la primera que me recuerde a mi exnovia, si es que alguna vez tuvo. Igual iba tarareando una canción y cuando se le acabó la melodía: pumba. A esta, en la cabeza.

 

La cosa es que me golpeó más veces y no sé por qué dejó de hacerlo. Le detuvo la policía 300 metros más abajo. Iba caminando tranquilamente, con la mano manchada de arena y cal pero ya sin su piedra. Como no llegó a abrirme la cabeza no es delito. Como no se llevó el bolso no es robo con violencia.

 

Estaba sentadito en el coche patrulla, en silencio y sereno, cuando los agentes me llevaron a identificarle. No había duda de que era él, pero le recordaba más viejo y más feo. Así con la mirada en calma hacia el infinito y su perilla bien recortada no parecía peligroso. Ya no enseñaba los dientes. Ya no me miraba con odio apretando los dientes.

 

Lo peor que te deja una experiencia como esta es el miedo. Vaya susto. Pero como dice el chiste, podría haber sido muerte. Yo lo peor que tengo es un chichón enorme en la cabeza. Tengo también magulladuras, contusiones, un ángel de la guarda, gracias a la vida y preguntas sin respuesta. 

Podría haberle pasado a cualquiera

Un día vas a clases de inglés y un loco intenta abrirte la cabeza. Vas caminando por la calle en una tarde soleada y el tipo que viene de frente, cuando está a dos metros, levanta el brazo por encima de la cabeza. Lleva en la mano una piedra. Aprieta los dientes. Le ves apretar los dientes y mirar con rabia. Entonces te tira la piedra. A la cabeza.

 

Te agachas. Por instinto de protección te agachas. Cuerpo a tierra. Y gritas. Como una histérica. Hay mucha gente a las cinco de la tarde en la calle Embajadores. Te golpea otra vez con la misma piedra, pero encima del dolor no duele. Solo chillas. Solo te ocupas de chillar como una histérica. No solo para pedir que te lancen un salvavidas, también para comprobar que estás viva. Estás chillando. Puedes chillar, tienes aliento para chillar. Tienes que chillar. Mientras chilles no te habrá matado. Sigues gritando cuando todo parece en calma. No apartas las manos de la cabeza hasta que un hombre amable se acerca.

 

Se hace cargo de la situación entre la nube de curiosos. Te toca en el hombro. Te pregunta si estábais peleando, si era tu novio, como si fuera una disculpa. Qué va, no le conoces de nada, no ha cruzado una palabra. Qué barbaridad. Y no te ha robado el bolso.

 

Sangras. Poco pero estás sangrando. El hombre quiere llevarte al centro de salud. El hombre quiere que te levantes. Quiere que camines a su lado. Quiere cogerte del brazo. Tú solo quieres calmarte un poco, que te dejen respirar a solas, tragar aire para ahogar el dolor, los gritos, el susto de muerte. Tiemblas. Te incorporas. No has perdido el conocimiento. No te ha abierto la cabeza. No te ha desfigurado la cara. Podría haberte pasado. Hoy no era mi día. Estoy bien. Solo tengo contusiones. No estaba en mi destino que muriera por una piedra.