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Alguien que anda por aquí

Historias del lado de allá

Frente al olvido, el silencio

En el tiempo que yo tardo en encender el ordenador, teclear la dirección de este blog, meter mi contraseña y escribir estas líneas, en algún lugar del mundo, un niño se ha muerto de malaria.

En un año, más de un millón de personas se mueren de olvido. Porque sufren enfermedades en las que nadie investiga, porque nadie llega a sus aldeas con los tratamientos, porque a menudo la distribución de medicamentos genéricos se bloquea por acuerdos comerciales, me cuentan en la exposición “Voces contra el olvido” que Médicos sin Fronteras ha instalado en el Centro Municipal de las Artes de Alcorcón.

Los funerales en África son muy ruidosos. La gente canta, baila y llora a gritos durante varias noches. Desde que los cooperantes distribuyen pastillas contra la malaria, han conseguido que en las noches africanas reine el silencio.

Si fotografías el oro se te congela la sangre

Si fotografías el oro se te congela la sangre

Dicen los burkinabes que si fotografías el oro, se te congela la sangre, y es verdad. Cómo si no iba a ser yo capaz de caminar una tarde alrededor de esos agujeros que son minas de oro. Sólo con la sangre parada puedes permanecer un rato allí, rodeada de gente drogada, habitantes huraños de uno de los ’pueblos del oro’ donde vi realmente lo que es la pobreza.

 

Más que los niños con la tripa hinchada de desnutrición; eso es la pobreza. Más que la gente lavando la ropa en los charcos, más que saber que la madre de unos trillizos recién nacidos está llorando en silencio y a solas en el interior de su casa porque la Acción Social le acaba de dar medio saco de maíz, aceite de palma, una lata de tomate, azúcar, leche en polvo y jabón para poder sacar adelante a unos hijos que para su etnia es una maldición que vengan por triplicado.

 

Más que la gente que camina descalza entre las piedras, la basura y los vidrios rotos, más que los niños que van a clase un año sí y otro no porque los colegios tienen la mitad de las aulas necesarias, más que las mujeres encendiendo leña para cocinar sobre tres piedras, más que los hombres negros que rechazan la homosexualidad pero se acuestan con hombres blancos por dinero, más que ver a la gente recorriendo diariamente kilómetros y kilómetros caminando o en bicicleta porque la gasolina cuesta lo mismo que en Europa, en un país con un nivel de vida quince veces inferior...

 

Cuando me dijeron que esa tarde me iban a llevar a visitar Bossi, el ’pueblo del oro’, me imaginé una cosa muy distinta. No sospechaba que lo primero que tendría que hacer al entrar sería avisar a la policía de mi llegada porque es realmente peligroso estar allí.

 

Hay cientos de pueblos del oro en Burkina, asentamientos infrahumanos que se forman espontáneamente en cualquier lugar en cuanto las empresas extranjeras abandonan las minas del oro durante la época de lluvias por el peligro de derrumbamientos.

 

Todo el mundo sabe cómo es la vida en el pueblo del oro, y muchos van por ambición, pero la mayoría porque realmente no les queda más remedio. Eso es la pobreza. Sacar a tu hijo del colegio, donde tenía buenas notas (en un país con una tasa del 44 por ciento de escolarización) para enviarlo al pueblo del oro, donde sabes que va a pasarse el día drogado, respirando arena dentro de en un agujero de un metro de diámetro y más de veinte metros de profundidad, a rascar con las manos las piedras del oro.

 

Tienen la piel amarilla los buscadores de oro, porque los bidones de agua de pozo se venden a un precio cinco veces superior al agua mineral. No hay en esos pueblos agua ni electricidad, sólo chabolas de paja y palos, muchas prostitutas y unos hombres bien vestidos, con sus motos de lujo, esperando las pepitas todo el día sentados a la sombra.

 

Pero en un pueblo del oro puedes encontrar artículos de lujo que sólo venden en la capital: cajetillas de tabaco, camisas, pantalones vaqueros. Porque si has encontrado oro quieres presumirlo, y fumar un cigarrillo sentado en una piedra con unos pantalones como los que llevaba yo es una prueba irrefutable de que has sido un triunfador.

 

Existe la creencia entre los jóvenes buscadores de que encontrarán oro si se acuestan con una mujer sin lavarse y sin protección. Las mujeres también lo creen, y también quieren que su hombre encuentre oro. La mayoría de las veces, para hacerse ricos, sin más. No para construirse una casa, no para instalarse en un pueblo mejor (uno al que por ejemplo llegue el agua y la electricidad, en el que haya médico y colegios para los cientos de niños que se arrastran por sus calles, un pueblo en el que haya vida más allá de la búsqueda del oro, en el que haya simplemente vida), no.

 

Porque los que buscan el oro siempre quieren seguir buscando oro, siempre tendrán la esperanza de encontrar más, el ansia de encontrar más. La droga que tienen que tomar para sobrellevar ese trabajo también ayuda a fomentar la locura, claro. La droga imprescindible para poder descender veinte metros por los agujeros, para cavar con las manos más abajo, más hacia el infierno de lo que ya están.

Aquéllo sí que era llover

Aquéllo sí que era llover

En Burkina Faso, la vida se paraliza mientras llueve. La lluvia no da tregua; una vez que el agua empieza a caer, en cuestión de minutos están todas las calles inundadas, corren los ríos de barro y el ruido del viento y del agua en los tejados de aluminio es tan intenso que no te deja ni escuchar a quien está a tu lado.

Claro que en cuanto amaina la vida recobra rápidamente su pulso, salen los niños a los patios, vuelven las mujeres a extender su trapo sobre el barro para vender verduras y todo el mundo está ya en la calle para vivir la vida.