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Alguien que anda por aquí

Los borrachos no tienen por qué decir la verdad

 

En el mundo que él se ha creado, la luz viaja más rápido que el sonido, por eso no necesita que ella abra la boca para saber qué siente, qué es lo esconden sus medias verdades, su cara de niña buena. Nunca haría nada que pudiera dañarla, pero le gusta jugar al misterio, se hace el encontradizo, disimula tarareando una canción de los Ronaldos y pide otra cerveza para que se aleje del todo el pudor. Empuja las palabras fuera de su cuerpo mirando hacia otro lado, hacia la luz anaranjada de un foco que estalla sobre una mesa de madera vacía en el fondo del bar.

En el mundo de ella, cuando está él, no hay nervios ni corazas ni miedos ni vergüenza, lo que hace inevitables los malentendidos. Hay también una canción en el ambiente que le trae buenos recuerdos y un reloj que avanza de madrugada sin que le entre sueño.

A ella le gusta guardar secretos, y a él averiguarlos sin que se dé cuenta, por eso insiste tanto en buscar a escondidas pequeñas grietas para dejarlos escapar. Por eso también le pone trampas, pequeños cebos para que sucumba su curiosidad, como esas cartas que ha dejado descubiertas y como olvidadas sobre la mesa situada en el fondo del bar.

El mundo de ella es más lento y sensitivo, y sabe que él siempre ha viajado, queriendo o no, a la velocidad de la luz. Por eso él puede verla venir cuando aún no se está acercando, y aún sentarse a esperarla y extrañarse de que tarde tanto. Sin embargo, cuando avanzan juntos, no les cuesta ajustar velocidades; giran los dos a la vez, cada uno en su propio mundo, sin que sus satélites colisionen, sin que pase lo que pase, se hagan daño, porque a estas alturas del partido hay pocas cosas ya que les puedan dañar.

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