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Alguien que anda por aquí

La memoria es el perro más tonto

Ray Loriga escribía en uno de sus libros: "La memoria es el perro más tonto, le tiras un palo y te trae cualquier cosa". Es cierto. Paso todos los días por el mismo descampado cuando regreso a casa, y de repente, el otro día se me apareció lleno de amapolas. Repleto de amapolas silvestres y flores amarillas como las de mi infancia, de esas que nos decían que no podíamos cortar porque nos orinaríamos en la cama de noche, y que yo nunca me atreví a cortar por miedo a que la advertencia se hiciera realidad. Pero lo que más me ha sobrecogido han sido las amapolas, altas y rojas como las que había al lado de mi casa de Soria, en un campito que llevaba hasta una caseta que se veía desde la ventana de mi salón, donde un día un chico se suicidó, metiéndose en la boca la pistola de su padre, porque su novia le había dejado. Yo sabía poco de esa historia, sólo lo que lograba rescatar de las conversaciones de los mayores. Decían que se había oído un disparo en la caseta, y todo el mundo subió corriendo por el camino de polvo, entre las amapolas. Yo tenía menos de diez años y pensaba en aquella chica, me la imaginaba igual que yo pero más alta, con el uniforme de las Escolapias, azul marino con la falda plisada, de tablas, y gritando de desesperación en el patio del colegio al enterarse.

Yo ni siquiera conocía a aquella chica, nunca se habló del tema en mi casa, y tampoco recuerdo que se comentara en el colegio. Hace ya más de quince años, y desde aquella tarde, nada. ¿Cómo es posible que la visión de un campo florido de amapolas, una visión alegre y despreocupada de regreso a casa, me traiga este recuerdo que ni siquiera sé si sucedió de verdad?

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