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Alguien que anda por aquí

Divertimentos

Modales de ciudad

Hoy me ha saludado un chico que entraba en el metro. Con intención de nada, solo porque estábamos allí. He tenido que apartarme de las puertas para que pasara. Traía cara de sueño, venía como de dormir, con una pesada bolsa que ha echado a sus pies. Su “hola” era más bien un “¿me dejas?” pero me ha hecho pensar en los modales que hemos perdido en la ciudad.

Hay países en los que saludas cuando compartes un banco. Eso ya no se hace aquí. Ni siquiera nos saludamos con ganas cuando nos cruzamos en los edificios, yo por ejemplo en mi trabajo nunca sé qué decir cuando me encuentro con alguien en los pasillos. Si estoy entrando porque comienzo mi turno digo “hola”, pero suele pasar que la otra persona está saliendo y me responde “adiós”.

En las escaleras me pasa lo mismo cada vez que subo a por un café, nunca sé si es el que sube o el que baja quien tiene que decir adiós. Se resolvería todo con un “buenas tardes”, que sirve igual de entrada que de salida, pero parece demasiado formal. El problema es que suelen cruzarse los saludos, y tú puedes estar diciendo “buenos días” al mismo tiempo que el otro responde “hasta luego”, lo que podría tomarse como una ofensa personal.

Es más incómodo cuando medio conoces a la persona y de pasada le preguntas “qué tal”. Corres entonces el riesgo de que te conteste y no haya recorrido de conversación. Tampoco está bien contestar a un “qué tal” con un “bien” a secas, qué menos que preguntar “¿y tú?”. Te ves entonces obligada a contarle qué tal estás a alguien a quien realmente no le importa como estés y a quien tú tampoco tienes especial interés en informar.

Luego hay gente como mi portera, que de puro simpática no entiende de educación. Hoy he llegado chorreando de la piscina y he estado 15 minutos retenida en el rellano oyéndola sin parar. Tiene una facilidad inaudita para enlazar temas sin que metas baza. Le basta con un “ajá”, y no le importa verte cargado de bolsas, con cara de prisa o el pescado a medio descongelar.

Lo bueno es que su verborrea ha creado una complicidad bonita entre los vecinos; cuando vemos a uno de los nuestros enganchado a su conversación hacemos algún comentario de pasada para darle un respiro y que pueda escaparse, o sujetamos la puerta del ascensor para invitarle a subir. Nos echamos miradas de agradecimiento cuando estamos ya fuera de peligro, cuando hemos conseguido huir de su monólogo, y nos reconciliamos entonces con estos modales de ciudad.

 

¿De qué se asustan los leones?

¿De qué se asustan los leones?

Pobres leones. No me digáis que no parecen estar aterrorizados. Los fotografié en Bruselas hace unas semanas; no daba crédito cuando me encontré al primero. Ahí subidito a su pedestal en la entrada de un parque, con esa cara de espanto. Me fui fijando entonces en las esculturas que me iba encontrando: todos distintos, todos asustados.

 

¿En qué estaban pensando los escultores belgas cuando llenaron la ciudad de leones cobardes? El león es el rey de la selva, qué humillación aparecer así retratado. Obra de republicanos selváticos -se me ocurre- en su lucha por abolir la monarquía animal. 

 

Busco más leones, pregunto, investigo: me cuentan que los que hay en la plaza del Ayuntamiento de Guadarrama parece que están lloriqueando. Encuentro la foto y pienso que un león no querría ser inmortalizado así, como si estuvieran pisándole la cola, aullando. Un león de verdad ya se habría dado la vuelta para darle un bocado o al menos se aguantaría las ganas de quejarse mientras le estuvieran retratando. 

 

Qué difícil es hacer un león

Busco más esculturas de leones en internet, y no todos son como los dos fieros que custodian la entrada al Congreso de los Diputados. Hay uno que parece estar deshojando una margarita me-quiere-no-me-quiere; otro con una mueca de asco como si le acabaran de servir un café descafeinado; otro con rastas más que melenas; otro a punto de extender la patita para pedirte un euro por sus cachorros, payo; otro que parece estar escupiendo; otro que no es que te ruja, es que no puede cerrar la boca con tantos dientes desencajados, y pienso: Qué difícil es hacer un león. 

 

Sólo encuentro explicación para la escultura del león de Lucerna, que aparece moribundo para conmemorar la muerte de unos mercenarios de la Guardia suiza durante la Revolución Francesa. Ah, y yo pensando que el león estaba triste porque le acababa de dejar su leona. Hay que ver cómo soy, qué prejuiciosa. 

 

Sí, acabo de darme cuenta de que soy una prejuiciosa de los leones, visto está que no todos son iguales y que de todos modos tienen derecho a aparecer como les dé la gana, a ver por qué van a tener que responder todos a mis expectativas de ferocidad. También puede ser el rey de la selva sin enseñar a todas horas los dientes. Y si quiere ruge, y si quiere, se echa a llorar.

Porque no soy yo de preguntar

Que no me gusta a mí meterme en la vida de la gente, y podría porque estoy aquí todo el día y oye, quien más quien menos tiene su aquél, pero yo nunca he sido de estar cuchicheando y fisgando y tal, pero ahora, que yo soy muy Colomba, como Colombo te digo, y me entero de lo que me tengo que enterar, y si tú me dices que quieres saber de dónde vienen las humedades de la terraza de tu piso yo para servirte estoy, le preguntaré al de arriba pero como quien no quiere la cosa, con gracia, que es un chico muy majo el que vive en el 7º, con su guitarra se va él por las tardes y su pelo largo, así más largo que tú...

No sé si está casado o esa cosa que hacen ahora los jóvenes de vivir juntos pero no tanto, porque una chica en su vida sí hay, que sube, baja y oye, yo ahí no me meto, cada uno es cada uno y no soy yo de andar preguntando lo que tienen o dejan de tener, pero dos perros y un gato tienen, se ve que les gustan mucho los animales que pobrecitos, si no fuera por las personas los animalillos andarían sueltos por ahí abandonados...

Pero a mí no me gusta; tenerlos en un piso no me gusta, con los olores... y los pelos... y que babean, porque babean y sueltan babas, pero ellos los sacan a pasear todos los días, él por la mañana antes de salir con su guitarra y por las tardes ella, Marta se llama, que lo sé porque un día vi su nombre en el buzón de casualidad... son un pareja muy maja la verdad, y si no es mucho preguntar, ¿tú tienes novio? 

Que se puede estar muy bien sin novio, mi hija sin ir más lejos no quiere saber nada de los hombres, sólo de su niño de 9 añitos, míralos qué guapos aquí en esta foto... 37 añazos tiene ya y es muy apañada, muy amita de su casa, pero no quiere hombres no... y tú no me contestes si no quieres, que a mí me da lo mismo que tengas novio o no, pero que un novio le hace a una mucho apaño cuando vive sola en una casa... aunque esta comunidad está muy bien ¡y el barrio! no es como otros...

 

No me digáis que mi portera no le hace honor a la tradición de su oficio.



Un descubrimiento que no cambia nada

He pasado cientos de horas con él en los últimos ocho años y me he dado cuenta esta noche. Le he visto algo nuevo, algo distinto, algo en lo que nunca antes me había fijado.

 

Me he quedado perpleja. Con él he llegado muy lejos, he pasado buenos y malos momentos, me ha visto reír a carcajadas, llorar, me ha visto también esconder mis lágrimas. Cantar; con él canto mejor que con nadie, entono sorprendentemente todas las canciones. Conversaciones de amor, discusiones a gritos, buenas palabras, promesas, confesiones, conversaciones vanas. Y no me había dado cuenta hasta esta noche.

 

No lo digo con el asombro de un nuevo descubrimiento tras ocho años, sino asustada de lo ciega que estaba. Ha sido de repente, sin previo aviso, de madrugada. He ido a poner la mano donde siempre y por primera vez me he fijado en dónde la dejaba. Alrededor de la palanca de cambios había hoy, y supongo que siempre ha habido, un círculo iluminado. ¿177.893 kilómetros juntos y me vienes ahora con esas? Un hallazgo que no cambia nada.

La verborrea que dan los nervios

Ella es inteligente y sofisticada, pero cuando algo le impresiona demasiado, se convierte en mortal. Quiero decir que también es rubia y cumple el tópico. Mirando a los ojos al cantautor que más admira, solo se le ocurre decir que es “superfan”.

 

No que sus canciones le han hecho temblar de emoción, que gracias a él levantarse por las mañanas a veces tiene sentido y que llega a pensar que la belleza puede más que la brutalidad. No. Sólo le dice que es superfan. Repetidamente: “Yo es que soy superfan tuya, pero superfan, ¿eh? Superfan, superfan. De verdad. Superfan”.

 

Se muere de vergüenza cuando se aleja, pero la vida le regala otra ocasión para enmendarlo. Se encuentran días después en una gasolinera. Ella decide no dejar pasar la oportunidad, así que se acerca a él, que está mirando la presión de las ruedas, le explica que es la chica del otro día y que lo que le quería decir es que sus canciones “le gustan mucho, de verdad, muchísimo, no te imaginas, eh, alucinante, ¡pero un montón! Él asiente, de cuclillas.

 

Meses después, ella se lo cruza en su lugar de veraneo, y no puede evitar exclamar al verle: “¡Carlos! ¡Qué casualidad!” Él responde: “hombre, es que yo vivo aquí”, y la conversación se cae por su propio peso. Han vuelto a encontrarse en conciertos, ella siempre en primera fila, él a punto de ponerle una orden de alejamiento, sin poder sospechar que ella es de verdad inteligente y sofisticada, que lo que está es atenazada por los nervios, sin saber todavía que ella merece convertirse en canción.

 

Se pueden comer un plátano

Se pueden comer un plátano

Un día, hace mucho mucho tiempo, me encerré en el baño y me puse a mirar atentamente la rejilla de ventilación. Esperaba ver a Los Diminutos, esos pequeños seres bondadosos... que están viviendo con nosotros... pero seguro que no los verás. Y no, no los vi, como anunciaba la canción. Les hablé en voz baja, y no aparecieron. Me recuerdo insistiendo en que conmigo podían estar tranquilos, que no había mayores en la habitación, pero no se asomaron.

 

Me viene este recuerdo a la cabeza porque mi sobrina de cinco años no se cree que los monos de los cuentos sean de verdad. Tenemos un libro entre las manos, ella se está comiendo un plátano y le digo que les ofrezca, que a los monos les gustan mucho los plátanos, pero no me cree. Sí, ¿es que no los has visto en el zoo? Me mira divertida e incrédula, sopesando nuestros roles, seguro que preguntándose cómo es posible que de las dos, sea yo la que sepa leer.

 

Yo insisto y acerco el plátano un poco a las páginas del libro... Es solo un instante: ella mira con los ojos fascinados y sonrientes; mira a los monos, me mira a mí, y sé que al volver a girar la vista le gustaría que en su plátano faltara un bocado. Qué importa que no.

 

Pues prefiero a Gaspar

Me acabo de enterar de que soy una outsider, que habito en la periferia de las normas sociales. El garbanzo negro de toda la vida quizá también. Todo porque de pequeña yo escribía en las cartas a los Reyes Magos que mi favorito era Gaspar.

 

Hay por lo visto un estudio y todo, de la Asociación Española de Fabricantes de Juguetes, que ratifica que prácticamente nadie quiere al rey del medio. Y es que no es fácil ser un segundón. Los que lo eligen con más rotundidad son sobre todo chicas que tienen debilidad por los pelirrojos, dice la encuesta, pero yo siempre lo vi castaño claro, como mi Nancy. No iban mis preferencias por ahí.

 

Yo lo elegía precisamente porque pobrecito. Nunca podría aspirar al protagonismo de Melchor, líder de masas con sus barbas bonachonas, ni al exotismo de Baltasar, el favorito de los niños a los que les gusta ir contracorriente. A mí no me gustaba ir con las masas ni era una rebelde, pero elegía la rareza.

 

Sigo apostando por ese personaje cuyos encantos pasan desapercibidos para el común de los mortales pero que tiene indudablemente magia, una estrella intacta brillando en su interior. Felices Reyes.

Ese ruido, cada noche...

Hay un ruido cada noche que hace volar mi imaginación. Un ruido de animal, y yo no tengo mascotas. Me dicen que no saben cómo puedo dormir tranquila con esa presencia en mi casa, pero yo no creo que sea nada que pueda dar miedo. Es un ruido como de pingüino rascando hielo con el pico para construirse un iglú en mi congelador. Por eso cuando muevo el frigorífico para ahuyentar fantasmas y eliminar sospechas deja de sonar unos instantes, hasta que cesa el movimiento y mi pingüino puede continuar con su tarea.

 

Barajo otras opciones: tal vez no provenga el traqueteo del mismo frigorífico sino de su entorno. El ruido también se parece al de un bicho apartando incesantemente tierra. Pero no se aprecia ningún sonido distinto y a estas alturas ya debería tener construida su madriguera... Por qué habría de estar un animal todas las noches rascando incansablemente detrás de los azulejos...

 

A no ser que sea un ratón que intenta escapar de prisión construyendo un túnel. Por eso tiene que aprovechar la noche, cuando sus carceleros están dormidos. Seguro que ha puesto un póster de una ratoncita en bolas para tapar el agujero que va alargando cada noche, por eso no habla con nadie y sólo escucho, cuando me quedo en silencio, su terco rascar.

 

No sé qué habrá podido hacer mi ratón para terminar encarcelado, pero le creo inocente y confío en que su arduo trabajo le lleve no al salón de mi casa sino a la libertad.

¿Tengo duendes o no?

¿Tengo duendes o no?

¿Quién puede dudar ahora de que exista la magia? Juro que apenas diez horas separan estas dos fotos, que me he encontrado a mi planta así al llegar a casa.

 

Esta mañana me pareció una insolente, porque se hace llamar “Alegría” (eso dijeron en el vivero) y en un día conmigo se quedó mustia, como aparece a la izquierda.

 

Pensé que la habría aplastado la lluvia y le cambié la posición al macetero para que no le cayera el agua del balcón de arriba, le pedí también ayuda a un duende y me la he encontrado así como está a la derecha al llegar esta noche a casa.

 

Por lo visto, hay que regarlas. Que no es suficiente con el agua de lluvia, hay que regarlas. Que las plantas hablan a gritos con los gestos de sus hojas y hay que regarlas. Que no es verdad que haya que tener una mano especial para que se mantengan lustrosas, decirles cosas bonitas ni cantarles canciones... es que, según me ha dicho el duende, hay que regarlas. Y funciona la magia.

 

Estoy feliz de haber encontrado la fórmula después de que en mis manos se hayan muerto tantas pobres plantas... y aliviada, que eso debe acumular mal karma. Hasta cactus he llegado a matar. Pero al final el truco es sólo eso, mirar cuándo la tierra está seca, y regarlas. Como todo lo que quieres que se mantenga vivo: estar atento y alimentarlo. También la llama. De la pasión, el amor, la amistad o el deseo. Las relaciones hay que cuidarlas.

Sin vergüenza

Sé que no está bien visto, que muchos se burlarán o me juzgarán mal, pero qué demonios. Estoy contenta y voy a confesarlo, a bocajarro: me gustan las congas. Me encantan, soy fan. Yo por mí, iría haciendo la conga cada vez que tengo que ir al baño o a pedir una copa.

Lástima que se estilen tan poco. No sé por qué están pasadas de moda. Sé que generalmente se las considera una horterada, pero oye, a mí me encantan, hay gente a la que le gusta el olor de la gasolina o el sabor del Frenadol y yo no les digo nada. Bueno sí, me espanta y lo suelto cada vez que alguien me lo dice, pero allá cada cual con sus perversiones.

El caso es que yo disfruto con las congas. Puedo estar aburrida en una fiesta, cansada y con unas ganas terribles de largarme a casa, que en cuanto diviso un trenecito de personas me cambia la cara. Vale que hay veces que te enganchas a alguien sudoroso, y que la de atrás te tira del pelo en vez de cogerte por los hombros, y que son arrítmicas, desfasadas, van a trompicones, pero igualmente a mí me reconcilia con la vida ir agarrada a una fila de desconocidos que culebrea y entorpece a la multitud que te mira entre divertidos y avergonzados.

Debo decir en mi defensa que jamás he empezado una. Yo solo me dejo llevar. Así vengo contagiada de entusiasmo de Las Vistillas, porque a alguien se le ha ocurrido iniciar una conga y yo me he tirado en plancha. No puedo evitarlo. Fíjate si me gustarán las congas que mira las horas que son y estoy todavía hablando de las congas. Pues sí. Sí que me gustan, sí.

A cualquier cosa lo llaman arte

Por lo visto, no es una bola de papel arrugada lo que veo tirado en el suelo de una de las salas de exposiciones de La Casa Encendida de Madrid. Qué insensible. Me acerco más y compruebo que en realidad es un mapamundi arrugado. Ajá. Un cartel que dice que en realidad, se trata de una obra de arte titulada “world”, con la que un tal Martijn in´t Veld ha querido “llamar la atención sobre los miles de datos contenidos en el mundo que desaparecen de manera casi inmediata”. Aaah.

El que ha editado el catálogo tiene la osadía de dejar escrito que lo que el artista ha llevado a cabo al arrugar un mapa es “un acto poético”. La poesía es otra cosa, aunque es cierto que es una bonita metáfora de lo que hace mi banco con mi dinero, porque esa bola de papel arrugada está financiada con la obra social de Caja Madrid.

Pero hay más. A su lado, una serie de fotografías hechas por un tal Marinus Boezem, de quien el cartel dice que es un artista que tiene “inclinación hacia lo inmaterial”. Un visionario que asumió hace años que las ideas “son más importantes que las formas”. Su obra se rige por la “voluntad de acabar con las convenciones imperantes en torno al medio y al soporte”.

¿Y en qué ha empleado todo ese talento que grandilocuentemente anuncia el cartel? En fotografiarse meando. “Piss Project” se llama, no podía ser más explícito. Pero no es un grosero, es un artista, al que le importan más las ideas que las formas, que decía. Por eso la serie muestra, imagen a imagen, el proceso con el que “el propio cuerpo del artista transforma las propiedades del agua salada bebida en el Mar del Norte y orinada en el Ijsselmeer, un mar de agua dulce”. Qué trasgresor. Y aún hay quien lo aplaude porque con este acto “performativo ahonda en las particularidades del espacio y el tiempo como ejes en torno a los que se articula toda experiencia”.

La maldición de los indecisos

Llevo días mirándolo y no,

no me gusta

estoy a disgusto

quiero acabar con él

me decido

lo planifico

pienso: de mañana no pasa

y entonces cambia

ya no es para tanto

ya es el de siempre

con el que estoy cómoda

el que me gusta

no estoy a disgusto

y vuelta a empezar

hasta que un día me dé

por teñirme las canas.

Ojalá tenga razón

Hoy he querido poner todo mi empeño en contradecir a un señor que no conozco, al mismo tiempo que deseo con todas mis fuerzas poder darle la razón.

El señor en cuestión vive a cientos de kilómetros de distancia, es profesor de la Universidad de Cardiff, en Gales, y ha estado ocupando últimamente su tiempo en elaborar una fórmula matemática que predice cuál es el peor día para el estado de ánimo, así, en general.

Obviamente, la fórmula no puede tener en cuenta variables intangibles y excesivamente personalizadas como por ejemplo si acabas de: enamorarte / sufrir un cólico / ascender en tu trabajo / discutir con tu mejor amigo / ganar la lotería / quedarte en paro / embarazada / soltera o etcétera.

Pero para todos los demás, a los que no nos ha pasado nada de eso ayer ni antes de ayer, la fórmula debería servir; según los cálculos de este profesor que desde luego sabe cómo llamar la atención del común de los mortales y ocupar páginas de periódicos y minutos en los informativos audiovisuales, el peor día para el estado de ánimo es HOY.

Claro que la fórmula es enrevesada, afirma nada menos que: 1/8C+(D-d) 3/8xTI MxNA y, aunque no sé de dónde se ha sacado las cifras, por lo visto las letras corresponden a aspectos tan variopintos como las condiciones climatológicas, el salario, las deudas, los propósitos no cumplidos de Año Nuevo, las ilusiones y perspectivas para cambiar de vida y hasta el tiempo transcurrido desde nuestro último día de vacaciones. Para que luego digan que las matemáticas no sirven para explicar los sentimientos, para que luego digan que la Universidad vive en ocasiones de espaldas a la realidad.

Es complicado de creer, sí, pero ojalá sea cierto. Ya os digo que en cuanto he visto la noticia esta mañana no me he dejado llevar por el desánimo y me he empeñado en contradecirle, para mí hoy no iba a ser un mal día y no lo ha sido, pero por eso mismo quiero creerle y confiar en que lo peor del 2011, ahora que ya sólo le quedan unas pocas horas a este 24 de enero, ya ha pasado, que todo lo demás será coser y cantar, sembrar y recolectar buenos momentos, difundir sonrisas y buenas noticias a diestro y siniestro.

Sonríe si quieres que te sonrían

A menudo basta con pedir un beso para que te lo den. Es mucho más rápido y menos frustrante que quedarte esperándolo. Sonríe si quieres recibir sonrisas, las estadísticas dicen que el 85 por ciento de las sonrisas se devuelven, aunque sea por la calle a desconocidos. Deja de quejarte del frío, mejor ponte a cubierto o busca una chaqueta más gruesa. Las cosas son más sencillas de lo que nos imaginamos, nuestra cabeza siempre lo complica todo.

Yo pensaba que la cámara de mi nuevo móvil no era tan buena como me la habían pintado porque las fotos salían un poco borrosas, y ya estaba yo relamiéndome, contenta de tener pruebas para criticar a gusto las supuestas ventajas de la alta tecnología multifunción, cuando de repente he descubierto la raíz del problema, que no estaba en ninguno de los botones que he andado toqueteando: no le había quitado al objetivo la pegatina de plástico.

Feliz Año Nuevo

Éste va a ser un buen año. Estoy segura, no hay ninguna razón para pensar lo contrario. ¡Incluso me comí las uvas a tiempo! Me tomé cada una de ellas pensando un deseo distinto y me las tragué a tiempo de poder decir tras la última campanada ¡Feliz 2011! sin escupir, así que se me van a cumplir todos.

Después continuaron las buenas señales en una fiesta de Nochevieja en la que aprendí a hablar un poquito en esperanto y descubrí que el tío bueno del instituto se ha convertido en un señor calvo y con barriga, lo cual no es más que una buena señal de que yo al menos no he empeorado tanto con los años.

Comienzo bien el año: con buena energía, buenos propósitos, sin expectativas que puedan truncarse y sin pasado. De eso se ha encargado mi novio Orange, que como es tan posesivo y celoso, quiere que sólo tenga ojos para él y me ha regalado un móvil en el que tengo todo lo que puedo desear al alcance de la mano (demasiada tecnología para mí) y ni rastro del centenar de mensajes que guardaba en el móvil antiguo (palabras de amistad o de amor que ya no sirven porque son de otros y Orange me quiere sólo para él).

Ni rastro tampoco de los lugares que visité con el otro móvil: ha sepultado las imágenes del Zurich que recorrí una tarde de lluvia, las fotografías del perro que una vez tuve, las mejores instantáneas de mi sobrina, y sobre todo, ese escándalo de fotos censurables tomadas de madrugada en un pueblo de la sierra en pleno verano...

Todo mi pasado ha querido borrar mi novio Orange, ya os digo que empiezo el año con un teléfono hipersofisticado y totalmente impersonal, demasiado que me ha dejado copiar la agenda de teléfonos. Pero todas estas precauciones por mantenerme alejada de las tentaciones y que sólo tenga ojos para él no han sido suficientes: creo que no se ha dado cuenta de que el nuevo móvil incorpora un Antonio y ya sabemos lo bien que me llevo yo con los Antonios...

 



Igualito

Había en el andén de metro una adolescente angustiada porque se acababa de dar cuenta de que se había olvidado el móvil en casa. Una de sus amigas intenta convencerla de que no vuelva a por él diciéndole que da igual, que para qué necesita el móvil "si estamos todos aquí", a lo que ella responde:

-Pues sí tía, lo necesito porque ¡andar por ahí sin móvil es como andar sin bragas!

Quebraderos masoquistas

Estoy empezando a pensar que mi ordenador me conoce bastante bien. Son ya tres años juntos, y el hecho de que lleve meses pensando en jubilarlo ha disparado sus recelos. Como conoce mis puntos débiles, ha empezado a hacerme jugarretas a través del procesador de textos.

El problema es que está jugando sucio: voy a escribir la palabra “más” y mientras la tecleo, me completa: “masoquista”. Voy a poner “pero” y me sugiere “perogrullada”. Quiero escribir “persona” y me propone “personaje”. Estoy terminando de teclear la palabra "sal" y autocompleta "salvajada".

Tecleo la conjunción “que” y me la pretende transformar en “quebraderos”, quiero escribir “sonido” y me recomienda “sonrojarse”. No he terminado de escribir “quizá” y de inmediato quiere poner en su lugar “quisiéramos”. Yo quiero hacer una “propuesta” y él con indiferencia me contesta: “probablemente”.

No son alucinaciones de la fiebre, aunque con el malestar generalizado sí que estoy que hecho chispas, por lo visto él me lo ha notado: cuando he ido a escribir mi nombre, en seguida ha propuesto: “Electricidad”.

Caballeros mercantes

“Te voy a subir a la luna para que tomes el sol o si quieres te bajo aquí las estrellas para que las tengas a tu lado”, me dice con voz melosa. Yo no le creo pero me gusta oírlo, tomo nota, le dejo continuar.

También me dice que ya le puedo considerar "su amigo" y que siempre se va a comportar conmigo "como un caballero". Que me está hablando "con sinceridad". Yo sigo desconfiando, no porque sea una descreída resabiada sino porque me está llamando del servicio de atención al cliente de Movistar.

Está empeñado, como me ha confesado cuando le he cortado la cháchara, en hacerme cliente y quiere asegurarse de que no voy a aceptar la contraoferta de mi actual compañía telefónica. Ve que no me engatusa ofreciéndome el dichoso iphone4 (la luna y las estrellas según él) y me confiesa (como ya somos amigos) que de mi aceptación depende la comida de su familia, y que si sus jefes le piden que me venda “un patito amarillo” no va a parar hasta que lo consiga. Ahí sí que le creo, ahí sí que cumple su anunciada sinceridad.

Que la realidad no corrija la imaginación

Que la realidad no corrija la imaginación

Me dice un amigo que está en Canadá de vacaciones que las famosas casas de azúcar que ha ido a visitar, contra todo pronóstico, no están construidas a base de terroncitos de azúcar, sino que el nombre se debe a que en ellas se fabrica el jarabe de arce. Por qué tendría que decírmelo. Es como desmentir que las nubes tienen formas de elefantes o de cocodrilos.

Mucho más grave

No es ya el trauma de tener el carné joven jubilado desde hace años y canas prácticamente desde que alcancé la veintena; dependientas que quieren venderte cremas contra las "líneas de expresión" (a mí, que estoy a favor de las arrugas) o ver que prefieres salir de cañas a entrar en discotecas; ni siquiera es que los niños ya siempre me traten de usted. No, la cosa es mucho más grave. Esta mañana una señora se ha dirigido a mí llamándome SEÑORA, y esto ya es insuperable, no hay nada que te pueda echar más años encima que el hecho de que una señora te llame "señora", que las señoras te reconozcan como una de las suyas.