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Alguien que anda por aquí

Literatura

Estamos aquí para llegar juntos

Llevo desde que volví de Lisboa dándole vueltas a dos versos del poeta Vasco Gato que vi escritos en un callejón y quiero sacármelos de dentro pidiendo la colaboración del público:

nós estamos aquí para fugir

nós estamos aquí para chegar de vez

 

Pertenecen al poema “Estar aquí, quedarse aquí” y creo que la traducción más correcta del portugués es:

Estamos aquí para huir

estamos aquí para llegar juntos

 

Aunque también “fugir” por lo visto se puede traducir como “llegar lejos”, si la pintada me impactó tanto es por el hecho de que alguien esté huyendo y a la vez se preocupe de no terminar su huida en solitario. Me parecía contradictoria la idea de la huida con la llegada compartida a una meta. Quizá en la meta confluyen los caminos de los que huyen al mismo tiempo, quizá los que huyen no están hablando desde el punto de partida, quizá llevan huyendo durante años, quizá no estén huyendo de algo sino de ellos mismos y en esa búsqueda persiguen converger en el mismo punto. Quiero pensar que, a pesar de la necesidad de huir, no lo dan todo por perdido, no están tan desencantados.

Si la persona fuera un personaje

Cuando en una película aparece una calle desierta, el vacío de la calle parece un presagio. Sospechamos del silencio, tememos un asesinato, un rapto, un encuentro amoroso, alguien que se esconde o que llega, una catástrofe. Algo va a suceder.

En otra escena la protagonista se encuentra atrapada en un atasco, repentinamente se pone a mirar las espigas del campo a través de la ventana. La cámara sigue el recorrido de sus ojos, se detiene en su rostro y ella tendría una actitud melancólica o alegre o furiosa, las espigas deben de tener algún significado.

Pero yo estoy en un atasco y a mí esas espigas al borde del camino no me dicen nada, las miro mecerse al viento con la mente en blanco; la calle aparece desierta sin ningún presagio, no espero ver a nadie cruzar la esquina ni caminar por este lado de la acera ni tocar a mi puerta.

Si esto fuera una película, seguramente me habría dado la vuelta después de despedirme de ti. Para ver cómo abandonas la calle en la lejanía, para imaginar cómo te subes al coche y te sonríes... o mejor, habría una cámara encargada de seguirte, de registrar la lentitud de tus pasos, el gesto de boca, la duda en tu mirada... pero no somos personajes, aquí no hay guión ni cámaras y no es posible saber qué has hecho y pensado cuando me he dado la vuelta.

 

"Quiero ponerme en riesgo de alegría"

Ahora que empieza el fin de semana, voy a echarme a las calles con un pensamiento robado, otra brillante idea del poeta que no quiere "escribir versos sino llenarlos de caballos" y que se hace llamar Neorrabioso:

"Quiero ponerme en riesgo de alegría"

Metáfora espontánea

Hablando con un taxista de política, de hay que ver cómo corrompe a algunas personas el poder, de repente me dice: "Es que hay gente que no está preparada para tocar las estrellas", y me quedo con esa imagen, ya no quiero oír nada más.

Destellos de un domingo gris

En este mismo domingo, en torno a la misma taza de café, caben muchas personas. Igual hay gente que no ve más allá de su ombligo, gente que sólo ve lo que quiere ver, que sólo escucha lo que quiere oír y que sólo habla de lo que ha venido a hablar.

 

Hay también gente que sólo sueña sueños prefabricados, pero al final de este día nublado salen a relucir las personas que brillan con luz propia, y decido quedarme con su brillo que ilumina todo alrededor. Con la gente que construye sueños a cada paso, con las miradas que brillan después de llorar.

 

No tiene ningún mérito: es fácil quedarse sólo con lo bueno del día, olvidarse de todo lo malo si acabo de llegar de una sesión de magia. Cómo no irse a la cama con una sonrisa, cómo no quedarse deslumbrada si en este mundo también hay gente que dedica su vida a crear ilusiones, gente que es capaz de crear una atmósfera mágica en la que se traspasa por el aire el pensamiento, un mundo en el que las cuchillas pueden enhebrarse dentro de la boca, una cuerda sola es capaz de pescar la carta elegida y las letras escritas en una pizarra se cambian para escribir otra palabra si el mago pasa por delante sus mágicos dedos.

 

También yo soy de las que sólo ven lo que quieren ver, de las que sólo sienten lo que quieren sentir: el mago me ha convencido de que apretando un puño en el aire, aparecería en mi mano una moneda. Todo el público ha podido oírla precipitarse hacia el fondo de un cubo metálico, pero además yo juro que la he sentido en mi propia mano caer.

Vivimos en un pedregal

Lo decía Jean Paul Sarte:

"Nadie debe cometer la misma tontería dos veces,

la elección es suficientemente amplia".

El Parque del Oeste

El Parque del Oeste

Desde que llegué a Madrid, siempre me ha gustado mucho el Parque del Oeste. Lo atravesaba de lado a lado muchas mañanas soleadas en que no apetecía meterse bajo tierra para ir a la Universidad. Entre el tumulto de la estación de autobuses de Moncloa y el enjambre de estudiantes de la facultad, ese remanso verde de sol me daba siempre energías para afrontar la jornada.

En el camino, mientras lo cruzaba, no existía nada, no iba pensando en nada. Sólo miraba las flores, el prado, los troncos, las ramas, las fuentes y el agua de los estanques... y allá, aparentemente lejos, fuera de mi mundo, quedaba el barullo de la gran ciudad. Allá arriba, apenas a unos metros, el ruido de una de las carreteras más colapsadas de la capital, ahí abajo, la calma, la hierba, la tierra, los pájaros.

Caminando por el Parque del Oeste, notas que el ruido está, pero no te toca. Era como entrar en una nube, y al descender ya sí, entonces sí, ya mi cabeza se ponía a hacer planes y propósitos y llamadas de teléfono y encaje de bolillos para cuadrar todas las cosas que quería hacer en ese día que tenía por delante.

El mundo seguirá girando...

 

"Por muy extraño que pueda parecernos, después de nosotros el mundo seguirá girando. Sin vosotros. Sin mí. Con altibajos, pero continuará. Y no se contentará con hacer que nuestros sucesores sean más felices de lo que nosotros fuimos en medio de nuestros dramas. Ya lo sabéis, el paraíso no va a aparecer mañana. El infierno tampoco".

Jean d'Ormesson, novelista y cronista francés.

Mercaderes en la Noche de los Libros

Mercaderes en la Noche de los Libros

Me pasaría un buen rato aplaudiendo a la persona que tuvo la idea de crear la Noche de los Libros, esa madrugada excepcional de librerías abiertas de par en par y tertulias literarias y música y poesía y teatralización de textos y presentaciones de libros y lectores ávidos de palabras ocupando todos los rincones de Madrid.

Aplaudiría sin parar al político que tuvo la brillante idea de darle protagonismo, siquiera por una noche, a las personas sensibles que aman la literatura por encima de todas las demás palabras feas o huecas que pueblan esta ciudad política.

Le aplaudiría el mismo rato que me pasé anoche criticando a quien (seguramente un político) tuvo la indecencia de programar, nada menos que en el Círculo de Bellas Artes (no en cualquier otro de los cientos de espacios menos prestigiosos) a un “escritor” encantado de haberse conocido que recitaba con voz melosa unos poemas que parecían escritos por un alumno de la ESO para un trabajo del colegio.

Me lo dijo el escritor Javier Tomeo en una entrevista que le hice hace unos días: “hay muchos mercaderes en el templo de la Literatura. Habría que expulsarlos pero ¿quién empuña el látigo? Nadie se atreve”.

Derecho a mirar las estrellas

"No miramos hacia arriba porque no se nos ha perdido nada en las estrellas. Todo lo que tenemos está tirado por el suelo". A veces, cuando camino por la calle y voy mirando al suelo, me acuerdo de esta frase de un libro de Ray Loriga (no sé si Héroes) y me da rabia tener que darle la razón.

Pero ahora no, esta noche me preparo para llevarle la contraria: el 20 de abril (en una hora) es el Día en Defensa del Cielo Nocturno, el Día del Derecho a la Luz de las Estrellas.

Esas cosas que pasan en el metro

A ese hombre que está sentado frente a mí leyendo seriamente el periódico en el metro se le acaba de caer un hielo al suelo.

Me quedo mirándolo atónita y, al concentrarme un poco, puedo ver sobre la punta del iceberg (perfecto en sus aristas e intacto a pesar del calor) a un pequeño pingüino verde haciéndome señas. Como si me conociera, como si quisiera saludarme o como si tuviera ganas de que jugara con él.

Yo no hago caso porque no me gusta llamar la atención en el metro a estas horas de la noche, pero es difícil ignorarlo con lo simpático que parece. Desde luego, él se lo está pasando estupendamente, se ha puesto a hacer monerías para llamar mi atención: equilibrismos, piruetas, bailes absurdos, juega a deslizarse rápidamente sobre el hielo para detenerse en seco al llegar justo al borde en una pose dramática, y me mira todo el tiempo de reojo, invitándome a participar. Igual me estoy perdiendo la oportunidad de pasar un viaje divertido.

Si soplas una brasa...

"Si soplas una brasa, se enciende. Si escupes sobre ella, se apaga. Y ambas cosas salen de tu boca".

Cuánta razón tienen a veces las fachadas

"QUERER PODER

TE IMPIDE

PODER QUERER"

(Pintada en un edificio)

Los músicos (cuento hiperbreve)

 

Sucedió bajo tierra, en las entrañas de Madrid. Él tocaba el violín en el metro y ella, la pandereta. Sonreían mucho. Él tenía los dientes demasiado grandes y ella, una verruga en el sabio superior, pero sonreían mucho, como si fuera la primera vez que tocaban juntos o como si acabaran de reencontrarse. Incluso, mientras esperaban a que se abriesen las puertas para bajar, ella tarareaba.

 

El que espera desespera

Me gusta siempre mirar a los balcones y en ese del tercer piso ya he visto varias veces al mismo chico asomado. Hoy parece que se queda más rato que de costumbre y está fumando, veo iluminarse de vez en cuando una brasa a través de la lluvia.

 

Desde la distancia, ese chico parece guapo y desesperado, está ahí fuera con el frío, mojándose y mira hacia la calle como quien espera algo, quizá dudando entre gritar o no gritar, esperando tal vez verla llegar a ella, reunir fuerzas para volver a entrar o vigilando la llegada del camión de la mudanza mientras se consume su cigarro y su paciencia.

 

Parece que espera escuchar una llamada que lo reclame, una voz que le diga “ven”, un abrazo alrededor de la cintura, un escalofrío que le recorra la espalda, un silbido de alguien que camine por la acera de enfrente, una sonrisa llamando a su portal, el susurro de una buena idea que le dé motivos para seguir viviendo...

 

Pero nada de eso pasa y el chico se encarama de un salto rápido a la barandilla y se queda mirando al suelo, dudando entre saltar o no saltar.

Los borrachos no tienen por qué decir la verdad

 

En el mundo que él se ha creado, la luz viaja más rápido que el sonido, por eso no necesita que ella abra la boca para saber qué siente, qué es lo esconden sus medias verdades, su cara de niña buena. Nunca haría nada que pudiera dañarla, pero le gusta jugar al misterio, se hace el encontradizo, disimula tarareando una canción de los Ronaldos y pide otra cerveza para que se aleje del todo el pudor. Empuja las palabras fuera de su cuerpo mirando hacia otro lado, hacia la luz anaranjada de un foco que estalla sobre una mesa de madera vacía en el fondo del bar.

En el mundo de ella, cuando está él, no hay nervios ni corazas ni miedos ni vergüenza, lo que hace inevitables los malentendidos. Hay también una canción en el ambiente que le trae buenos recuerdos y un reloj que avanza de madrugada sin que le entre sueño.

A ella le gusta guardar secretos, y a él averiguarlos sin que se dé cuenta, por eso insiste tanto en buscar a escondidas pequeñas grietas para dejarlos escapar. Por eso también le pone trampas, pequeños cebos para que sucumba su curiosidad, como esas cartas que ha dejado descubiertas y como olvidadas sobre la mesa situada en el fondo del bar.

El mundo de ella es más lento y sensitivo, y sabe que él siempre ha viajado, queriendo o no, a la velocidad de la luz. Por eso él puede verla venir cuando aún no se está acercando, y aún sentarse a esperarla y extrañarse de que tarde tanto. Sin embargo, cuando avanzan juntos, no les cuesta ajustar velocidades; giran los dos a la vez, cada uno en su propio mundo, sin que sus satélites colisionen, sin que pase lo que pase, se hagan daño, porque a estas alturas del partido hay pocas cosas ya que les puedan dañar.

A veces me gustan los atascos

A veces me gustan los atascos

A veces me gustan los atascos, ese río de peces disciplinados que suben lentamente una colina; luces blancas por la margen izquierda, luces rojas por delante, varias decenas de pares de ojos amarillos que me siguen por detrás y la luna en todo lo alto. Cuando a ratos conseguimos inexplicablemente remontar rápido la corriente, hay caras que respiran aliviadas a mi alrededor, con una esperanza que dura sólo hasta el siguiente parón con su orgía de luces rojas.

Hay entonces tiempo para mirar a ese chico del seat ibiza que va cantando una canción y la vive, tamborileando en el volante, a los niños que no paran quietos en el asiento de atrás, a la mujer que habla por los codos con su manos libres, al señor que parece que acaba de salir de una reunión preocupante y a la chica que guarda todavía en su rostro una media sonrisa de vete a saber qué cosa graciosa que le pasó antes.

Me gustan los atascos cuando voy con buena música y sin prisa, me hace recordar que la Humanidad a veces puede ponerse de acuerdo, aunque sólo sea para ir hacia el mismo sitio a la misma hora.

Ensayo. Poema

 

Hay exactamente 1.852 metros

andando entre tu casa y la mía

Hay diez años de distancia

entre tú y yo

Hay un gato equilibrista

desafiando el vértigo de los tejados

Hay una sola estrella

en este cielo invernal

 

Hay una chispa de hielo

entre nuestras miradas

Un mensaje de amor en una botella

que ha llegado a puerto una sola vez

Más de un malentendido,

una muralla intangible

hasta en los momentos de placer

 

Hay una rubia estúpida tapándote

a esta hora sonriente los ojos

Hay un te quiero no dicho

que se ha quedado tirado

a las puertas de un bar

 

¿Pero qué es la Noche en Blanco?

¿Pero qué es la Noche en Blanco?

Pensábamos que estaban tomándonos el pelo, o que se nos acercaban para ligar. Cómo si no era posible que, después del despliegue mediático, aquellos dos chicos nos asaltaran en plena Gran Vía para preguntarnos: “¿Qué es la Noche en Blanco?”. Pero acababan de llegar, uno de Brasil y el otro de Uruguay, según nos dijeron, y nos miraban seriamente, esperando una respuesta, una definición que ni mis amigos ni yo alcanzábamos a encontrar. 

Miramos a nuestro alrededor, como intentando abarcar con la mirada lo que estaba sucediendo para que se tradujera en palabras. Lo cierto es que el panorama era bastante desconcertante. Si yo de repente aterrizara en Madrid y me soltaran en plena Gran Vía aquel sábado de madrugada, seguramente me habría asustado. En la esquina con Montera había varias patrullas de Policía, subían y bajaban las ambulancias o los coches de bomberos; algunos taxis, autobuses y coches despistados intentaban abrirse paso entre la marabunta.  

Porque todo sucedía en la calle, y a la vez. La gente se había echado a la calle como si hubieran desalojado todos los edificios y los bares, sobre todo los bares; la gente bebía en la calle con vasos de plástico como en las fiestas de un pueblo, había corrillos de gente sentados en las aceras, colas quilométricas frente a los museos y las instituciones, multitudes frente a los edificios iluminados de arte. 

Pero esa aglomeración fue también, para mí, lo maravilloso de la Noche en Blanco. Esa multitud expectante y asombrada que miraba su ciudad como si fuera la primera vez, que descubría la belleza de unos edificios que siempre habían estado ahí pero que fue esa noche cuando los miraron, porque proyectaban un juego de luces o de palabras sobre ellos, o porque una nube blanca ascendía frente a la Puerta de Alcalá, que por primera vez pudo ser cruzada entre sus arcos. 

Claro que había también multitudes expectantes y decepcionadas. Desencantadas por el “fiasco” de un arte demasiado “conceptual”, de unas esperas insoportables, del caos de transporte y los fallos de organización. Muchas actuaciones supieron a poco, no se entendieron, no tenían gracia y no eran ni siquiera bonitas, que es lo que cabe esperar del Arte. 

A mí me encantó disfrutar de un Madrid distinto, volcado hacia fuera. Claro que siempre me ha gustado Madrid. Me gustan sus edificios, sus calles abarrotadas, sus múltiples ofertas culturales, su gente abierta y desenfadada, su barullo de tráfico incluso (visto desde fuera, claro, cuando no tienes prisa por llegar a algún lugar), la vida palpitando a cualquier hora del día o de la noche.

Soy consciente de que mi mirada es la de una chica “de provincias”, pero llevo ya más años viviendo en Madrid que en cualquier otro sitio, así que me he concedido yo misma el título de madrileña, y a mí, la Noche en Blanco, lo que me pareció fue una fiesta. Una fiesta de la cultura, claro, pero participativa, abierta a todos. Yo creo que sí se cumplió con creces el objetivo de “acercar el arte a la gente”. Aunque defraudaran o no gustaran todas las iniciativas, eso es inevitable en toda manifestación artística, y por lo menos, la convocatoria a nadie dejó indiferente.

Francisco Garzón Céspedes (poeta, escritor, periodista y creador de la Narración Oral Escénica) tiene unas brillantes definiciones de la Soledad que es un regalo para compartir con todos los que, como él, "están seguros de que existe un eco":

 

La soledad es un caracol que atraviesa por la garganta

la soledad es la contraseña para que aparezca el espejo

la soledad es un insobornable corsario de la memoria

la soledad es el blanco para el tiro ajeno

la soledad es un toque de queda

la soledad es imponerle gaviotas al silencio

la soledad es el naufragio de todos los puentes

la soledad es el límite de la recta

la soledad es una red de anzuelos en el viento

amor

no hay soledad total

amor

no hay soledad