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Alguien que anda por aquí

Cotidiano

Sólo por amor al arte

Sólo por amor al arte

¿Te suena esto de ir a una exposición de arte contemporáneo, ver un cuadro con unos cuantos borrajetos y decir “esto podría hacerlo yo”? Pues eso VOY a hacerlo yo. Ayer estuve en ArtMadrid y vi algunas obras fantásticas que me dejaron clavada mirando y me cortaron el aliento, pero también un par de ellas -y eso que me encanta el arte abstracto- que podría repetir con los ojos cerrados. A por esas voy. Esta de arriba es la primera. Y me propongo hacer una al día.

 

Porque me gusta, porque lo disfruto, sin ninguna pretensión. Como además doy por supuesto que no se me da bien, que nunca he desarrollado esas capacidades, jamás he recibido ningún tipo de lecciones y que siempre he sido bastante torpe con las manualidades, me permito solo ponerme a pintar, sin ningún tipo de juicio. Y no veáis cómo lo disfruto. Me he dado cuenta además de que es como meditar.

 

Durante el rato que estoy pintando, estoy totalmente aquí y ahora, absolutamente, sin nada más, fuera ni dentro. Solo estoy pensando en los colores, en cómo van quedando, en cómo mezclarlos, en cuál poner a continuación, en cómo hacer esta pincelada, en si voy a girar hacia un lado o hacia el otro el pincel.

 

Y quizá porque no tengo absolutamente ninguna expectativa, me gusta lo que veo, y me da la risa cuando se me ocurre una tontería, y por su puesto la hago porque a ver por qué no. Y me alejo un poco y me sorprende ver algo nuevo, que esté tomando forma y sugiriéndome cosas en las que no había pensado, y me hace gracia que me esté hablando mi propio cuadro.

 

Claro que también disfruto escribiendo, pero mientras escribo voy leyendo y releyéndome, voy escuchando cómo suena lo que escribo, si se entiende o no, si podría quitar alguna palabra; mientras escribo, tengo a un hipotético lector en la cabeza, para tratar de tantear si consigo transmitir la idea que quiero, y es inevitable que así me juzgue también ese hipotético lector.

 

Con la pintura no. Estoy yo sola pintando y no tiene que gustarle a nadie, no tiene que entenderlo nadie, no tiene que llegar a nadie. Pinto por amor al arte, y como lo hago con tantas ganas, me gusta el resultado y me apetece enseñarlo. Como una niña pequeña que enseña su dibujo, y cree que está fenomenal. Aunque no sea cierto. No espero nada, solo quiero que no se me olvide el disfrute sin propósito de gustar.

Me falta, no me falta

Me falta, no me falta

Estuve meses olvidándome de que se había muerto mi madre. Se me olvidaba de verdad. Volvía a menudo a casa pensando: Ahora llamo a mi madre para contarle esto; y al minuto: Ah, pero si no está.

 

Hoy le llevo flores a un rectángulo de mármol en el cementerio, pero ahí sí que sé que no está. Esa lápida no es mi madre, tampoco es la que dejé en el hospital.

 

Mi madre es la que iba a despertarme susurrando mi nombre tres veces seguidas, pero le daba pena arrancarme del sueño y me dejaba dormir siempre un ratito más.

 

Mi madre es la que nos ha dejado la manía de contar todo siempre desde el principio: después de un viaje, quería saber qué había pasado desde el mismo momento en que cogimos la maleta, cerramos la puerta y salimos del portal. Ahora mis hermanas y yo nos exigimos los mismos detalles entre risas.

 

Mi madre es la que me dejaba llegar tarde de adolescente a casa siempre que volviera acompañada. La que se fiaba de mi criterio respondiendo sinceramente: “hija, tú verás”. La que nos ha cosido tantos vestidos y disfraces, la que nos engañaba rebozando las sardinas de dos en dos (cómete solo una, que para estudiar te viene bien el fósforo).

La que me quitaba los miedos de pequeña diciendo alegremente “¡que no pasa nada!”. La que se asustaba al pie de nuestra cama cuando la fiebre nos hacía delirar. La que nos escondía por la casa huevos de chocolate cada Domingo de Pascua, y no valía comerte el que no llevaba tu nombre. La que se moría de risa cada 28 de Diciembre preparando inocentadas, ¡y qué mal se lo hacía pasar por unos minutos a amigos y familiares!

 

Seguimos haciendo todo eso que ella hacía, así que en esa lápida no está.

 

Mi madre está en los visillos de mi casa, que hice yo sola arrepintiéndome en cada puntada por no haberle pedido nunca que me enseñara a coser. Está cuando guardo algo y veo que, como decía ella, bien ordenado todo cabe. Está en mi cocina cuando le echo un vaso de agua a las lentejas mientras se están cociendo porque “a las lentejas hay que asustarlas”. Está en todas las cosas verdes, porque ese era su color favorito; en el Gospel, en los Sudokus y en el programa de la tele “Saber y Ganar”. En el café cuando me echo tres cucharadas de azúcar, como ella, y en los guisos que quedan sosos porque ya somos ella y yo “muy salás”.

 

Mi madre está cada vez que me preocupo por mis hermanos y por mi padre, cada vez que nos reunimos. Es ella la culpable de que la familia esté unida; la tía amenazaba con volver después de muerta si algún día nos peleábamos y dejábamos de hablarnos: ¡mira que vuelvo como espíritu y me lío a mover lámparas, a descolocar cuadros y a dar portazos! ¿eh? ¡Que vuelvo!, decía.

 

Gracias a ella no va a hacer falta que vuelva, aunque a veces haga tanta falta.

Una piedra en el camino...

Una piedra en el camino...

Llevo años recogiendo piedras allá por donde voy. Por raras, por bonitas, por diferentes, por llevarme en el bolsillo el recuerdo táctil del lugar. A veces solo me gustaron desde arriba, y al agacharme a cogerlas ya no, perdían su esplendor, pero igual las sostenía unos minutos entre las manos, su tacto inmóvil siempre me despierta alguna sensación.


Hay piedras de todas las playas en las que me he bañado, que guardan todo el sol que he tomadoAlgunas son simples ladrillos, otras de algo artificial. Hay una que cogí del baño de una tetería donde alguien me acababa de demostrar su amor. Algunas ni siquiera son piedras: una piña, cáscaras de mejillones, conchas, caracolas, un fruto seco con tacto de cuero que en Argentina llaman “oreja de negro” y tiene una triste leyenda detrás. Me la contó un Negro alegre con los pies de alas que veía sirenas fuera del mar.


Hay piedras volcánicas como si fueran un paisaje lunar... y quizá estuve en la luna mientras las guardaba. Hay unas nacaradas que recogí de una agridulce isla griega que trajo dulces consecuencias. Hay una que parece un caramelo a medio masticar. Hay una de un rosa inverosímil, hay otra redonda como cáscara de nuez.

 

Hay una ligera y hueca como la corteza de un árbol, otra porosa como si tuviera burbujas que acaban de explotar. Una parece marcar un camino a seguir con tiza, una puntiaguda que presume de aristas con actitud hostil, otra está como dando vueltas sobre sí misma, hay una anaranjada y gris como si la acabaran de pintar.

 

Sacadas de contexto no parecen sino una-piedra-más. O una menos en el camino. Tanto tiempo después no soy capaz de recordar el origen de cada una de ellas, pero todas traen aire de salitre, de bosque, de camino, de asfalto de ciudad. Los pies que las pisaron antes de los míos, las manos que las toquetearon un rato para volverlas a tirar. Seguro que alguna ha hecho daño a alguien, queriendo o sin querer.

 

Las rescato ahora de la caja en la que he ido acumulándolas todos estos años para que presidan la mesa de mi salón dentro de una pecera de cristal y me asaltan, confusos, todos los recuerdos a la vez. Estáticos, inmóviles, paralizantes, poderosos y fuertes como solo una piedra podría ser. Las que no transmiten recuerdos inspiran quietud, serenidad, orden, silencio.

Mentía como miente una madre

Parecía una madre normal. Vestida y peinada como cualquiera de las nuestras, con sus 50 años ya bien cumplidos. Tengo que llegar hasta el hospital de La Paz, decía tranquilamente. Begoña se llama la parada, de la línea 10, me han dicho. Yo no quería que me siguiera hablando porque sabía que me estaba mintiendo.

Mentía como miente una madre; sin malicia, por necesidad. Mientras busco una moneda me digo a mí misma: no es como mi madre, mi madre no pediría en el Metro, pero seguro que los hijos de esa señora piensan igual.

Astucia y suerte

Yo le he dado una moneda y él me ha deseado suerte. Tres veces me lo ha dicho; con gravedad, con silencios, asintiendo con la cabeza me ha deseado suerte, cuando era él el que estaba pidiendo en el Metro.

Tenía mejor pinta de lejos. Mocasines y una larga barba blanca. De cerca, sus ojos tenían demasiada agua. Parecía de mentira esa mirada, de un azul inverosímil; azul plastidecor con el que coloreábamos el cielo de pequeños, pero ese azul llevaba además un rumor de agua.

De lejos, un discurso tipo: ha hablado del paro y de desahucios. Nadie en el vagón le miraba. Se ha hecho verosímil de repente: “No llevo el bastón para dar pena”, ha dicho, “sólo es una tendinitis”. Astucia o franqueza. Yo tenía una moneda y él no, qué más da para qué la pidiera.   

'Just do it' o la suerte del galápago

Lo decían los de Nike, que no en vano es una marca deportiva con nombre de Victoria griega. Just do it. Lo digo yo ahora que me siento una sobreviviente, como lo somos todos. Y es que esto de morirse es para todo el mundo, y más vale que te pille confesado. Con la vida aprovechada.

 

Uno cree que la muerte es para cuando llegues a viejo y tal, algo que irremediablemente nos espera allá a lo lejos, pero puedes por ejemplo salir de puente y quedarte en la carretera. Ir a clases de inglés y que revienten con una piedra la cabeza.

 

Tengo una amiga que estuvo a punto de caer fulminada por un galápago. Aquí en Madrid, una mañana, en la calle Príncipe de Vergara. Está viva porque se detuvo a mirar un escaparate: en ese instante notó un estrépito a sus espaldas. Al girarse vio un galápago espachurrado en el suelo, se habría caído o lo habrían tirado desde un balcón; unos centímetros más allá y ese caparazón enorme la deja tonta o la mata.

 

Como ese hombre que falleció aplastado por la rama de un árbol. Era militar, había estado en Afganistán, pero la muerte fue a encontrarlo en El Retiro, cuando buscaba con sus hijos la sombra. Qué final terrible, qué historia lamentable. Una cree que no es bueno darle todos los caprichos a los niños, pero imaginemos que esos niños le habían pedido a su padre minutos antes un helado. Y sin suponer tanto, si se hubiera parado en cualquier otro lugar del parque, tan solo un metro más allá, podría haber llegado a ser un héroe y lo estaría contando. Increíble, oí un crujido de ramas secas, vi desplomarse ante mis ojos la rama de un árbol enfermo y centenario.

 

Yo es que no creo en la mala suerte; creo que de todo se puede aprender algo. En mi caso, no es que yo me metiera en la boca del lobo, así que del loco que me atacó con una piedra en la cabeza sin venir a cuento no puedo aprender prudencia. Es otro el mensaje que había en mi piedra.

 

Afortunadamente una va por la vida sin pensar en que puede a morir en cualquier momento, y así debe ser. Pero no es cierto. Mejor lucha por cumplir tus sueños ahora, mejor no dejes esa llamada de teléfono para más tarde. Qué típico. Ya, pero más vale que digas lo que sientes ahora que puedes decirlo. No vaya a ser que te trunque el mensaje una rama, una piedra o un galápago. Simplemente hazlo.

Miedo a lo desconocido

Una vez, de pequeña, sentí un dolor tan agudo que pensé que ese iba a ser mi último día sobre la faz de la Tierra. Esto será la muerte, me dije, este dolor insoportable. No me imaginaba a mí misma en otra postura que no fuera retorcida, me recuerdo pensando que nunca más volvería a levantarme de la cama. Yo no entendía bien lo que era morirse, eso me parecía suficiente.

 

El pensamiento duró lo que tardaron los medicamentos en hacer efecto, era un simple cólico. Ya apuntaba yo tendencia al drama. Pero no soy la única. Conocí a un africano que pensó que se iba a morir la primera vez que pisó Europa y sintió el invierno. Esa reacción de su cuerpo al frío, ese temblor que nunca antes había sentido. No sabía que se podía tiritar de esa manera estando vivo.

 

Hay que ver qué miedo nos dan las cosas que desconocemos, cómo muchas veces nos atenaza o nos hace salir corriendo. Las sensaciones nuevas en cualquier ámbito. El africano al frío, el niño a la soledad de su cuarto a oscuras, el adolescente al cambio, el Donjuan al compromiso. Miedo a la muerte, miedo a la vida.

Dejadme en paz con mi miedo

Se dice que el miedo es libre, como si fuera un animal incívico. Y así está: desbocado, correteando por los pasillos de mi cuerpo. Como un oso que asalta mis costillas, una libélula que zumba en mis pulmones, un topo que echa tierra en la mirada, un roedor que husmea en la garganta, un perro que entierra un hueso en el fondo de mi estómago, un pájaro que cierra lentamente sobre mi pecho sus grandes alas.

 

No hay que tener miedo. Te dicen: No tengas miedo. Como si fuera a someterse el animal que recorre mis rincones. Va por libre y no obedece. No atiende a razones. Mi animal no atiende a razones. Como el amor es el miedo.

 

Si se dice que el miedo es libre, ahora lo digo yo para que me dejen tenerlo, para justificar mi derecho a tenerlo. Yo ya pongo de mi parte: yo ya me sujeto el corazón dentro del pecho para que no salga corriendo. Pero estáis todos demasiado cerca; en el metro, por la calle, me miráis al pasar y cualquiera de vosotros podría llevar una piedra.

 

Ahora necesito cuando voy por la calle ocupar más espacio del que ocupo. Mirar a todos los que me cruzo y cerciorarme de que no lleven en las manos piedras.

 

Aun así me echo a las calles como si no existieran en este mundo los locos que cargan una piedra y camino con soltura. Bueno mujer, poco a poco, me dicen. No te va a volver a suceder, me dicen. Si no ha sido nada grave. Pasa cuanto antes por esa calle, me dicen, verás que no tiene nada. Ya lo sé, no he perdido la cordura. Sé que es verdad. Pero no tiene menos razón mi animal, que anda como un estúpido enamorado golpeándose con las señales que él mismo proyecta. Ya le pondrá el tiempo en su sitio. Dejadle ahora con su andar errático.

 

Gracias a la vida

No puedo dejar de pensarlo. Es que me podría haber muerto ayer en mitad de la calle Embajadores, a las cinco de la tarde, hora torera. Habría venido el Samur, la policía, habría llegado un aviso a la prensa. Mis compañeros de la radio contando en las noticias, como yo he hecho tantas veces: “nueva muerte violenta en la región, se investigan las causas, los testigos dicen que no mediaron palabra, podría haber sido un ajuste de cuentas”.

 

Tengo licencia para decir tonterías. Me han dado una pedrada en la cabeza.

 

¿Y del agresor qué? Iba caminando por la calle con una piedra más grande que su mano. No era un adoquín ni un ladrillo. No hay parques en los alrededores. Venía de lejos cargando su piedra. Igual pensó: se la estampo a la primera persona que me mire a los ojos. A la primera que sea más alta que yo. A la primera que me recuerde a mi exnovia, si es que alguna vez tuvo. Igual iba tarareando una canción y cuando se le acabó la melodía: pumba. A esta, en la cabeza.

 

La cosa es que me golpeó más veces y no sé por qué dejó de hacerlo. Le detuvo la policía 300 metros más abajo. Iba caminando tranquilamente, con la mano manchada de arena y cal pero ya sin su piedra. Como no llegó a abrirme la cabeza no es delito. Como no se llevó el bolso no es robo con violencia.

 

Estaba sentadito en el coche patrulla, en silencio y sereno, cuando los agentes me llevaron a identificarle. No había duda de que era él, pero le recordaba más viejo y más feo. Así con la mirada en calma hacia el infinito y su perilla bien recortada no parecía peligroso. Ya no enseñaba los dientes. Ya no me miraba con odio apretando los dientes.

 

Lo peor que te deja una experiencia como esta es el miedo. Vaya susto. Pero como dice el chiste, podría haber sido muerte. Yo lo peor que tengo es un chichón enorme en la cabeza. Tengo también magulladuras, contusiones, un ángel de la guarda, gracias a la vida y preguntas sin respuesta. 

Podría haberle pasado a cualquiera

Un día vas a clases de inglés y un loco intenta abrirte la cabeza. Vas caminando por la calle en una tarde soleada y el tipo que viene de frente, cuando está a dos metros, levanta el brazo por encima de la cabeza. Lleva en la mano una piedra. Aprieta los dientes. Le ves apretar los dientes y mirar con rabia. Entonces te tira la piedra. A la cabeza.

 

Te agachas. Por instinto de protección te agachas. Cuerpo a tierra. Y gritas. Como una histérica. Hay mucha gente a las cinco de la tarde en la calle Embajadores. Te golpea otra vez con la misma piedra, pero encima del dolor no duele. Solo chillas. Solo te ocupas de chillar como una histérica. No solo para pedir que te lancen un salvavidas, también para comprobar que estás viva. Estás chillando. Puedes chillar, tienes aliento para chillar. Tienes que chillar. Mientras chilles no te habrá matado. Sigues gritando cuando todo parece en calma. No apartas las manos de la cabeza hasta que un hombre amable se acerca.

 

Se hace cargo de la situación entre la nube de curiosos. Te toca en el hombro. Te pregunta si estábais peleando, si era tu novio, como si fuera una disculpa. Qué va, no le conoces de nada, no ha cruzado una palabra. Qué barbaridad. Y no te ha robado el bolso.

 

Sangras. Poco pero estás sangrando. El hombre quiere llevarte al centro de salud. El hombre quiere que te levantes. Quiere que camines a su lado. Quiere cogerte del brazo. Tú solo quieres calmarte un poco, que te dejen respirar a solas, tragar aire para ahogar el dolor, los gritos, el susto de muerte. Tiemblas. Te incorporas. No has perdido el conocimiento. No te ha abierto la cabeza. No te ha desfigurado la cara. Podría haberte pasado. Hoy no era mi día. Estoy bien. Solo tengo contusiones. No estaba en mi destino que muriera por una piedra.

No es suficiente con saberlo

Tú y yo sabemos que vivimos muchísimo mejor que muchísimas otras personas, en el mundo y en el edificio de al lado. Peor que bastantes otras también, pero habrá que poner el ojo donde está la mayoría. Y sin tener que irnos lejos, podemos compararnos con nosotros mismos.

 

En mi caso, con el tiempo, he ido ganando, y no digo de la adolescencia a la madurez, del terribe año pasado a este luminoso, sino de ayer mismo a hoy, cuando me siento tan feliz por poder beberme un vaso de agua sin dolor. Qué placer. Porque me he podido sentar a comer (despacio, cosas blanditas y frías) después de cuatro días arrastrada por una amigdalitis tremenda, qué felicidad más tonta y más importante.

 

No le damos importancia al cuerpo, no valoramos la salud hasta que nos falta, no nos damos cuenta de lo inútil que es la mano izquierda hasta que nos lesionamos la derecha, no nos fijamos en los bordillos hasta que son un obstáculo.

 

No valoramos ni agradecemos al cuerpo que todo esté ahí dentro en orden. Que todo esté perfectamente coordinado hasta cuando estás enfermo, como cuando se me saltaban las lágrimas al tragar. Por eso hoy quiero agradecer que las amígdalas estén en su sitio, que caminemos sobre nuestros dos pies, que los pulmones se llenen de aire cuando respiramos, que el oxígeno llegue a todas las células a hacer su trabajo, que esos mensajeros diminutos de “La vida es así” que salían corriendo del cerebro con información lleguen a dar la orden correspondiente a tiempo.

 

Sé que este mensaje se me olvidará en unos días, por eso hoy tengo que valorarlo. Dar las gracias, sentirse agradecido, es un buen ejercicio para limpiar cada día el alma. Cuántas veces nos quejamos de que la vida es una mierda y cuántas dejamos pasar que es también maravillosa.

Estoy o soy feliz

Estoy o soy feliz

Qué importa que acaben de llegar unos estúpidos quinceañeros ruidosos y que esto esté lleno de moscas: estoy feliz, así que fijo mi atención en el ruido del agua y en las ramas que serpentean hasta casi tocarla queriendo bañarse y en eso que parecen unas lechugas gigantes y esas flores que no se han enterado de que no estamos en primavera y en ese árbol que se pinta de otoño él solito entre sus compañeros verdes y en las rocas en torno al lago que han permanecido impasibles durante años y en estos tréboles que no son de cuatro hojas pero como si lo fueran y en esos troncos altísimos llenos de nidos y en las nubes que caminan lentas y caprichosas por el cielo y en ese pájaro que acaba de surcarlo y en el helado que me estoy tomando y en el sol que acaba de aparecer dorándolo todo.

 

Allá, a lo lejos, está la autopista con su furioso tráfico, desbordada de gente peleando por llegar antes a su destino, pero quizá entre esos coches haya alguien que no esté impaciente, que suba el volumen de la radio para cantar a gritos una canción.

 

Me los imagino a todos ahí dentro de sus coches cantando felices, porque eso es lo mejor de la felicidad, que de alguna manera egoísta deseas compartirla. Y le restas importancia a todos los problemas, que sabes que existen pero no te tocan. No ahora, en este momento solo quieres que todo se ilumine a tu alrededor. Feliz viernes.

Dame veneno

Me lo advirtió un profesor muy querido cuando me vine a estudiar: que tuviera cuidado porque Madrid tiene veneno, y te engancha o lo detestas.

 

Yo era una chica de provincias que se escandalizaba por que la gente corriera para coger el Metro, que venía cada ¡tres minutos!. En mi ciudad tardaba quince el autobús y lo dejábamos pasar. Es otra manera de vivir la vida, pero tardé poco en engancharme: bajo las escaleras mecánicas con prisa aunque no la tenga, me pongo nerviosa cuando el semáforo se pone verde si tardan los demás coches en arrancar.

 

Es verdad que Madrid a menudo resulta insoportable, y tengo que darle la razón a una amiga mía que cada cierto tiempo proclama que no se puede vivir en esta ciudad. Encuentra de vez en cuando pruebas irrefutables de su teoría: hace un par de días tuvo una estrepitosa caída en el Metro y nadie se paró a ayudarla.

 

Pero en Madrid conviven muchas ciudades al mismo tiempo, también una en la que no existe ese egoísmo ni esa hostilidad. Acabo de encontrarme a un hombre tendido boca abajo en mitad de la calle, sobre la acera. No sé cuánto tiempo llevaría así, pero hemos sido tres los que nos hemos detenido a ayudar. Un día de diario, de madrugada. Sólo era una borrachera de espanto. Nos hemos ido cuando ha conseguido entrar en su portal.


Para eso (también) sirve un beso

Es difícil, pero tenemos que intentar que el clima de hostilidad y malas noticias no nos contagie. Por nuestro bien, por el de todos. Porque es posible construir una sociedad mejor a base de pequeños gestos. No dejarnos llevar por la corriente hacia el fondo.

 

El otro día estaba yo saliendo del aparcamiento de un centro comercial y me paré en un ceda el paso. No me di cuenta de que tenía prioridad y pensé que era un stop. Oh gran falta. Había un coche ocupado por una parejita joven esperándome, y al ver que yo no arrancaba empezaron a gritar desaforados. Tenían las ventanillas subidas y no podía oirles, pero vi sus caras desencajadas por el enfado. Auténtica furia.

 

Traté de ignorarles, arranqué, salí del parking y me los volví a encontrar en un semáforo. Seguían mirándome y gritando como si hubiera hecho algo abominable, gesticulando de una manera exagerada. Había un odio en sus caras inaudito, yo no daba crédito. ¡No era para tanto!

 

Lo normal habría sido cabrearme yo más, responder con aspavientos que se fueran al carajo, que ocuparan sus fuerzas en algo más importante y me dejaran tranquila, pero lo que me salió fue enviarles un beso. Aferrando con fuerza el volante, les lancé un beso y se quedaron petrificados. Ahora eran ellos los que no daban crédito.

 

Seguramente, pasado el estupor inicial, siguieron con su enfado, pero a mí me dio igual. Neutralicé siquiera por unos segundos su rabia y salí antes que ellos del semáforo, sintiéndome invencible, poderosa. Acababa de descubrir el poder de un simple beso tirado al aire.

 

 

Aparta, MacGuyver

Tengo una amiga que con todo el amor, cada vez que me ve hacer manualidades, me pregunta cómo fue posible que yo aprobara preescolar. Es verdad que se me dan fatal, que no sé recortar, que no tengo visión espacial.

 

Nunca me ha preocupado porque no se puede ser perfecta, cada uno tiene que ser consciente de sus limitaciones, y esta de las manualidades la he ido arrastrando toda mi vida ¡hasta hoy!

 

Resulta que anoche tenía una vela encendida al lado del portátil y de repente empezó a oler a plástico quemado. El ambiente romántico chamuscó el cable del cargador. Lo aparté a tiempo de evitar una desgracia mayor, pero ya estaba lamentándome por tener que comprar un cargador nuevo cuando apareció mi hermano, que es un hacha con las tecnologías y todas las cosas prácticas que a mí se me dan mal, y me dijo que cortara la parte quemada y empalmara los cables, así tal cual.

 

Me explicó cómo hacerlo a través de mensajes de wassap con tanto lujo de detalles -él conoce mi torpeza- que me parecía una tarea titánica (dijo algo de trenzas en forma de uve, o de T y no sé qué cosas con la cinta aislante en paralelo), pero se esforzó tanto en dar las instrucciones que cómo no iba al menos a intentarlo.

 

Y aquí estoy, escribiendo en mi portátil enganchado a la corriente con un cable negro que tiene un trozo azul. Sólo he perdido una hora de mi vida en conseguirlo. No hay nada como creer que eres capaz para poder. Ésa es la fórmula mágica para que nada se te resista.

Esa gente que te hace la vida más agradable

Él nunca lo sabrá, pero lo que más he lamentado al cambiar de barrio es dejar de ver a Katzi todos los días. Katzi es un chico de Bangladesh que tiene una frutería en la esquina de mi antigua calle y un sol en la cara. Salió de su país con la idea de comerse el mundo: su frutería se llama “Katzi Business Group”, y así persigue su sueño: Trabaja diariamente hasta la medianoche y saluda absolutamente a todo el mundo desde su caja registradora con la sonrisa más amplia que nunca he visto y un “buenos días, qué tal, cómo estás, ¿todo bien? Me alegro”, aunque estés cruzando sin pararte desde la acera de enfrente.

 

Es increíble que pueda estar cobrando a alguien, pesando la fruta a otro y dándose cuenta de que ha pasado un vecino a la vez. Sabe muy poco español, pero lo intenta. Escoge siempre las mejores frutas para ti, y redondea el precio a la baja para no llenarte de calderilla. Es incómoda y de aspecto sucio su frutería, pero no hay una tienda mejor en todo Madrid, sólo porque la regenta un tipo que tiene esa luz en la cara, que sonríe tanto con los ojos y con la boca y con todos los músculos de su rostro.

 

Pero en mi nuevo barrio también he encontrado a alguien así. Es chino, se hace llamar Santi, tiene una tienda de las de todo a cien y una broma para cada uno de sus clientes. No he conocido en mi vida a un chino más sociable que Santi. Hasta límites insospechados, se entretiene en hablar con todo el mundo y todo el mundo le quiere, incluso cuando les toma el pelo. El otro día por ejemplo un señor se estaba haciendo un lío con unas herramientas que quería comprar y Santi le dijo: “Ay Manolete, si no sabes torear pa qué te metes”, con acento chino, claro.

 

A las madres que compran material escolar para sus hijos, Santi les dice que les puede hacer un descuento si le devuelven los cuadernos gastados. Si vas a comprar aguja e hilo para coser, Santi te dice que las cosas hoy en día no se zurcen, se tiran y se compran otras nuevas, o que mejor que comprar abono para las plantas es que suba él a tu casa a cantarles una canción china que se sabe él para que florezcan rápido. Cómo no salir de estas dos tiendas con una sonrisa en la cara.

 

 

Así somos los optimistas

Es lo que tenemos los optimistas, que nos creemos capaces de atravesar la ciudad en quince minutos. Como si pensar bien fuera un superpoder que hiciera todo confabulara a nuestro favor. No se nos ocurre tener en cuenta los atascos, las prisas de los otros, los imprevistos, la vecina que te retiene, los semáforos en rojo. De verdad que odio llegar tarde, sé que es una falta de respeto al que espera, pero es que siempre pienso que voy a ser capaz de llegar a tiempo.

 

Me pasa lo mismo en otros aspectos de la vida, y no aprendo. Pienso bien incluso de esa llamada molesta al telefonillo por las mañanas que siempre es para meter propaganda. Sé que como mucho será el revisor del gas o un despistado, pero yo siempre pienso que puede ser un cartero de verdad o un repartidor de flores. Siempre. Me levanto siempre esperando flores. No confío en las estadísticas; me da igual que eso me haya pasado solo un par de veces cuando prácticamente llaman a mi timbre todas las mañanas.

 

Lo digo porque hace unos días tenía a un amigo en casa que no recogió un certificado para mí porque pensaba que podía ser una multa. También podría ser cualquier documento oficial o una notificación de los juzgados. “Lo siento, yo es que siempre pienso en multas”, me dijo. Y yo siempre pienso en regalos. Me muero de la intriga. Como una niña que no se duerme esperando a los Reyes Magos. Hasta el lunes seguiré pensando que tengo esperándome en las aburridas oficinas de Correos un regalo.



 

He visto una estrella fugaz

He visto una estrella fugaz

Desde mi nueva casa, apenas un destello de luz oblicuo que surcaba el cielo nocturno entre los tejados. Siempre me paraliza la visión de una estrella fugaz. Me deslumbra esa magia efímera que atraviesa el aire, cambiándolo todo sin mover nada. Contengo la respiración y parpadeo, abro bien los ojos a todo alrededor, y no hay nada. Siguen esas dos estrellas titilando allí, el planeta ese que nunca me acuerdo de cómo se llama iluminando allá, un toldo que se deja llevar por el viento, las mismas antenas erguidas al fondo. Nada nuevo, pero todo parece diferente. Tocado por la magia de una estrella fugaz que ha surcado el cielo que se ve desde mi cuarto.


Me brota entonces la necesidad urgente de pedir un deseo. Alguien me lo dijo de pequeña una vez: “¡mira una estrella fugaz, pide un deseo!” y me pongo a buscarlo, rápidamente. Tengo derecho a un deseo porque he visto una estrella fugaz, pero es un doble regalo. Ya estoy donde quiero estar. En una casa desde la que puedo ver las estrellas fugaces, con vecinos que me recogen la ropa tendida cuando llueve y me acercan en mitad de la noche las cajas abiertas de la mudanza que dejé olvidadas en el ascensor. Anónimamente además, he llegado a pensar que son duendes, de tan acostumbrados como estamos en Madrid a que mucha gente no sea amable con el de al lado. Podían haberse llevado las cajas tranquilamente, por una de ellas asomaba un radiocasete. Pero se ve que a estos duendes no les hace falta la música. A mí, después de todos los problemas de los últimos meses, este tipo de bienvenida era precisamente lo que me hacía falta.

Qué prisa por crecer

Qué prisa por crecer

Mi sobrina de cuatro años se tira en la alfombra todo lo larga que es, coge un lápiz y un cuaderno. Juega a que está haciendo los deberes y sus hermanas pequeñas -las muñecas- no le dejan concentrarse. Están armando mucho barullo y yo tengo que reñir a las muñecas para que dejen a la hermana mayor hacer sus cosas importantes. Se parte de risa mi sobrina con este juego, y cuando acabo de mandar callar a las muñecas, invariablemente me dice: “¡otra vez!”.

Le parece divertidísimo, no sé si tendrá que ver con que haya por fin alguien más pequeño que ella que reciba órdenes, porque el hecho de quedarse concentrada frente a unos papeles significa que ya eres mayor o por verme a mí tan grandota hablando con unas muñecas de plástico y algunos peluches, que dan guerra también.

Todos los niños juegan a ser mayores, a mí de pequeña me encantaba fregar los cacharros. Mi madre me dejaba solo las cosas fáciles y que no podían romperse, yo me recuerdo esperando con ganas a que ella terminara para que me dejara a mí frente a la pila. Me decía que ya vería cómo se me pasaban pronto las ganas, que de mayor no me iba a gustar nada fregar los platos y yo pensaba: “qué tontería, cómo me va a dejar de gustar”.

Me recuerdo tan convencida de que sería imposible... Mejor no extrapolo y empiezo a pensar en las cosas que han dejado de gustarme con paso del tiempo, lo que he perdido al hacerme mayor, todas las veces que tengo aún que darle a mi madre toda la razón.

Cómo seguir creyendo en la Humanidad

La niña ve que su padre está triste e intenta animarlo. Canturrea, juega, baila para él. Como ve que eso no funciona, le da un globo atado a una cuerda y le dice: toma, átatelo a la mano. Y sonríe, triunfal, creyendo que ha encontrado la fórmula.

La niña tiene tres años y lo que le han dicho es que a su padre le duele la tripa. Ése es un dolor imaginable para ella, que no sabe de guerras, de bombas, de dictaduras, de represión, de venganzas, de las penurias que están sufriendo sus familiares de allá.

Ella no sabe de rabia y de injusticias pero cree firmemente en que lo que más puede ayudar a su padre a estar contento es llevar un globo blanco de propaganda atado a la muñeca. Y tiene razón. Ese gesto de amor y ternura es lo único que nos puede salvar de la barbarie de este mundo, un empuje a la sonrisa y a la lucha, a seguir creyendo en la Humanidad.