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Alguien que anda por aquí

Cotidiano

Aullando a la luna

Aullando a la luna

A menudo me quedo mirando al cielo e invariablemente, una vez al mes, me parece que la luna está casi llena. Siempre creo que le falta un poco. Me lo reprochó una amiga ayer paseando bajo la luna por Madrid: qué pesimista, siempre buscas la perfección, ves el vaso medio vacío, me dijo. Pero no: es que siempre pienso que mañana será mejor.

Qué lugares tan románticos

Esa guiri que tiene una pinta de guiri que no puede con ella, el que espera con un ramo de rosas que no sabe cómo sostener entre las manos, la que se impacienta sujetando un cartel con un nombre impronunciable, el que se apoya en una columna y mira cada poco el reloj, la que no hace más que comprobar que ha aterrizado el vuelo que sí, que lleva landed 35 minutos, la que pregunta a todos los que salen si vienen de Palma aunque no se por qué si todos los que llegan de Mallorca vienen con ensaimadas (pero todos, ¿eh?), esa que cree haber visto salir a Ana Obregón y se emociona, el que hace como que no le interesa lo que salga por la puerta, el que informa a gritos que acaban de sacar las maletas...

Pero sobre todo, esa gente ansiosa que se devora con la mirada desde que atraviesan la puerta, que se toca que se besa que se abraza y le estorba la valla, el que sale buscando a alguien con la mirada aunque sabe que nadie vendrá a recogerle y pasa rápido y disimula, el que sobrelleva la rutina de un nuevo aterrizaje sujetando el móvil en la oreja y especialmente esa gente que grita al reencontrarse...

Me encantan los aeropuertos. Me gusta sobre todo hacer el paseíllo en horizontal, tropezando mi alegría de bienvenida con el ansia de la espera de los otros, ese caminar en paralelo hasta que la valla nos deja palpar nuestro reencuentro... ¿Por qué no habrá sillas para ir a echar la tarde aunque no vaya a recoger a nadie? 

Cubiertos de olvido

Yo, a priori, me creo casi todo lo que me dicen. Seré una ingenua, pero no me va mal. Por eso, cuando he leído esta mañana que limpiar “es una actividad del cerebro creativo” me he puesto manos a la obra. Y mis compañeras de piso, encantadas. También es cierto que todos nos creemos lo que nos interesa, y resulta que ésta es mi semana de limpieza, vamos, que me tocaba limpiar la casa de todos modos, pero ahora lo he hecho con ánimos renovados. Por el bien de la literatura, digo. Por echarle algo de comer al blog.

Yo generalmente me pongo música para entretenerme y alegrar la tarea, así que dejar correr libremente a mi cerebro en silencio mientras limpiaba ha sido una catástrofe. Una catarata de recuerdos, una avalancha de nostalgia.

Porque ahí estaban, cubiertos de polvo, cubiertos de olvido aunque los tenga delante, la radio antigua con la que mis abuelos escuchaban “el parte”, el Espinete de plástico que me regalaron para que me diera suerte cuando me vine a vivir a Madrid, el vaso lleno de tapones de refresco que en realidad es la casa de los sueños que no nos molestamos en tener (nuestra aportación al arte contemporáneo, ver post http://entretanto.blogia.com/2010/070201-si-lo-sabes-mirar-es-arte.php), el periódico de hace dos siglos que rescaté del “mercado de las pulgas” de París...

Hasta quitarle el polvo al mueble bar me ha dado tristeza, aunque traiga promesas de fiestas futuras... porque desde luego no se puede vivir con tanta botella a medias, habrá que inventarse una excusa para celebrar otra fiesta del “ponch”...

Huérfana de lo cotidiano

Algunos no se lo creerán, pero hubo un tiempo en que la gente se echaba a las calles sin un teléfono móvil en el bolsillo. En aquella época yo tenía tanta o más vida social que ahora, y de alguna manera misteriosa conseguía mantener el contacto físico con las personas de mi entorno y llegar a tiempo a las citas sin necesidad de darles un toque ni avisarles por mensajitos de que llegaba para variar tarde.

 

Sin embargo, esta noche se me ha cortado la respiración unos instantes cuando me he dado cuenta de que me había dejado el móvil cargando en casa, y ya estaba metida en el metro.

 

Hace años que superé mi dependencia del reloj, me lo propuse como terapia para disfrutar más del tiempo sin estar tan pendiente de la hora. Ya no llevo reloj de pulsera ni lo echo de menos, pero hoy me he dado cuenta de que me he convertido en una yonki del móvil.

 

Supongo que alguna vez habréis sentido esa sensación de orfandad: si no llevo el móvil encima, parece que se entrecorta mi vida social. No me entero de lo que pasa, quizá me haya llamado para avisarme de que llega tarde, de que cambia el lugar de encuentro, de que una avalancha de nieve le impide salir de su casa... o de que me ha dado plantón.

 

Porque en ese momento en el que te ves sola en mitad de la calle en medio de tanta gente que se da dos besos, abrazos y arrancan a caminar juntos, empiezas a replanteártelo todo. A dudar de dónde, cuándo, cómo hemos quedado... y si me apuras incluso por qué: ¿de verdad teníamos ganas de vernos... no nos hemos dado largas y ha quedado todo en un “ya nos veremos”?

 

Déjate de tonterías y piensa en soluciones. No las hay. No queda otra que esperar. Hay cabinas telefónicas, claro, pero acabo de caer en la cuenta, aterrada, de que únicos números de teléfono que me sé de memoria no me sirven para nada: el de la casa de mis padres y el de un amigo que ahora mismo estará en Munich.

 

Son los únicos que he tenido que marcar, uno a uno, con los deditos. Y el de mi amigo porque hubo un tiempo en que tuve que recurrir a él de madrugada cuando yo aún no tenía teléfono móvil y él sí. En situaciones desesperadas se agudiza el ingenio y fui capaz de recurrir a la memoria, ahora atrofiada porque todo me lo recuerda la agenda del móvil. Otro día si queréis os cuento esa historia, ahora la moraleja queda clara.

 

Ha sido tal mi desasosiego que he estado a punto de preguntarle la hora a la gente para ver si mi cita no aparecía porque aún era pronto o si ya era demasiado tarde... hasta que me he dado cuenta de que estaba justo debajo del reloj de la Puerta del Sol.... a veces, para ver claro, basta con cambiar la dirección de la mirada, que decía el poeta.

Mejor ser vividor

Critica José Luis Sampedro que a la palabra “vividor” se le haya cargado con connotaciones peyorativas, “cuando vivir plenamente debería ser la meta”, y me asusto dándole la razón.

Si me presentaran a alguien diciendo “Fulanito es un vividor” le miraría fatal. Peor que si me dijeran “Fulanito es un consumista”, y mira que también me dan alergia los adictos a las compras y los centros comerciales. Lo que son los prejuicios.

Lo digo también porque yo estoy hecha una vividora últimamente, y prueba de ello es esta prolongada ausencia. Una vergüenza todo el tiempo que he estado sin aparecer por aquí, lo sé, aunque ya advirtiera de que mi unicornio azul se iba a ir con su cuerno de añil a escarbar palabras en otros lugares...

Una vergüenza porque ahora no es que tenga un unicornio azul, sino que tengo dos: Acabo de encontrar un nuevo trabajo y, como dice un amigo mío, con los tiempos que corren, firmar un contrato es como cazar un unicornio... ¡y así ha sido! Increíble... Así que ahora tengo al unicornio que me ayuda a escribir y al que cabalgo para llegar a final de mes.

Tremendamente afortunada, lo sé. Pero voy a aprovecharlos para escarbar más hondo y para explorar nuevos territorios.... resulta que el animalito es caprichoso y se ha ido precisamente a pastar a otro blog... pero no me hace competencia, son todo ramificaciones del mismo árbol que un día de estos verá sus frutos.

La fórmula que todo lo cura

Hay una edad a la que crees que los besos curan de verdad. Te hacen daño o sufres una caída, te coges un berrinche y entonces llega tu madre, cura sana cura sana, te da un beso y ya está.

Te calmas, dejas de llorar, porque tienes una fe ciega en el amor de tu madre y porque en realidad lo único que necesitas, en el fondo, es ese cariño que te hace sentirte a salvo: los besos protegen de verdad.

En el mejor de los mundos posibles

En el mejor de los mundos posibles, todas las personas sonríen amablemente por las calles, todo funciona siempre a las mil maravillas y el coche nunca te deja tirada.

En este mundo no, claro, no es perfecto, pero a veces juega a ser el reflejo de ese mundo ideal. Es entonces cuando el coche te deja tirada en el mejor de los escenarios posibles: no en un descampado rodeada de ovejas a punto de ser esquiladas sino al lado de una estación de metro donde se está celebrando un recital poético musical, rodeada de buena gente con ánimo de fiesta y ganas de ayudar al prójimo, o sea yo, tan perdida que no sabía ni siquiera si mi coche tenía pinzas ni qué aspecto tienen para ponerme a buscarlas en el maletero lleno de trastos.

Pero ahí había uno, dos, tres gentiles caballeros dispuestos a echar una mano (al capó del coche para empujarlo), todo el que pasaba me preguntaba qué tal iba la cosa, había música y baile y poesías y cerveza para todos, así que no era posible estar de mal humor, nerviosa o impaciente mientras esperaba al mecánico y luego a la grúa a pesar de que me he quedado sin coche justo en un día de fiesta, vete a saber cuándo me lo devuelven y cuánto me costará la avería, porque en este Día de la Hispanidad he vivido mi propio desfile de música y palabras, desfile de personas amables que han logrado que hoy al menos este mundo se parezca al mejor de los mundos posibles.



Permiso para chillar

¿Y por qué os montáis si os da miedo?

Dice una niña en la entrada del Abismo, la atracción más salvaje del parque de atracciones. Cómo explicarle que los mayores disfrutamos y a veces necesitamos sentir incluso miedo, esas emociones que son cada vez más fuertes porque cada vez son menos las tenemos a nuestro alcance.

Cuando eres pequeño todo es una aventura, y no te paras a pensar en nada, así que sufres mucho menos. A todo mi grupo nos pasaba lo mismo: habíamos montado en esa misma atracción hace años y no nos dio tanto miedo como ayer, quizás ahora lo necesitamos más. Montarte en una de esas atracciones te da permiso para chillar.

Hay que pensar en positivo

Tengo un CD que está ralladísimo y siempre lo meto en el reproductor con miedo, suplicándole a las ondas que esta vez me deje escuchar aunque sólo sea una vez esa canción, y siempre me decepciono. Tengo un ritual de pequeños trucos para que la música comience a sonar, y la triquiñuela funciona durante unos segundos, pero al final siempre me quedo con las ganas de disfrutarla al completo.


Pero ayer encontré el CD buscando otra cosa, lo metí en el reproductor pensando que estaría bien acompañar ese instante con esa banda sonora, le di al play inconscientemente y la música empezó a sonar, justo en el preciso instante en que me acordaba, absurdamente, de que el CD estaba rallado.

 

La cosa es confiar, no tener miedo; solo así las cosas pueden salir bien, y esta regla sirve para todo. También sucede en las relaciones. No es una fórmula mágica, claro, pero si empiezas algo pensando que puede salir mal, se acabarán cumpliendo tus peores presagios, porque los has convocado.

 

Lo positivo llama a lo positivo, el universo se rige por las leyes de la atracción. Los pensamientos negativos atraen inevitablemente hacia ti las calamidades que más temes, del mismo modo que los perros van a las personas que les tienen miedo, porque lo huelen.

 

Hoy he sacado turno para comprar un billete de tren y había 51 personas delante de mí, lo decía el papelito que sacas, como el de las carnicerías. La sala estaba llena de personas angustiadas, enfadadas o aburridas, así que me he ido a dar una vuelta por la estación para no soportar ese ambiente.

 

Pero me he entretenido más de la cuenta y cuando he querido regresar, por un instante he pensado que ya se me habría pasado el turno, que vaya torpeza perder toda la tarde en Atocha con la de cosas que tenía que hacer, pero no me he querido enredar en esos pensamientos mientras me dirigía hacia el punto de venta. He querido pensar que también existía la posibilidad de que aún llegara a tiempo, y de hecho así ha sido: en cuanto he entrado en la sala, en la pantalla saltaba mi turno. No he podido disimular la sonrisa sintiendo cómo se clavaban en mi espalda las miradas furibundas de todos los que se hacinaban en la sala.

 

La fórmula mágica

Me dijo que era el mejor y yo pensé bah, no será para tanto. Me dijo ¡ah! pero es que éste no es como los demás, no, es que no sabes de lo que estás hablando, esto es un mundo aparte y yo dudé, no me lo creí, supuse que era una exagerada.

Pero tenía razón caramba, se huele a leguas la diferencia y eso que yo no soy una exquisita. No hay color, sin discusiones. El problema es que desde que sé de su existencia no alcanzo a comprender cómo me pudieron gustar otros, cuando pruebo otros echo de menos a éste y sobre todo me torturo preguntándome: ya que se ha demostrado que la perfección existe, que alguien tiene la fórmula mágica, ¿por qué no son todos así?

Amarrado a la pata de la mesa

Llego tarde, muy tarde, quizá demasiado tarde; desoigo las advertencias antes de entrar; subo de dos en dos las escaleras y al llegar me encuentro con un vestido de flores tirado en el suelo, unos cuantos vasos de plástico sucios apilados en un rincón, una pelota dentro de una caja de cartón entreabierta, un cinturón bien apretado, una cuerda gruesa, una cerilla apagada y dos charcos enormes en el suelo.


Podría ser la escena de un misterio por resolver, pero era la segunda planta del Centro de Arte contemporáneo Dos de Mayo de Móstoles, la exposición del artista cubano Wilfredo Prieto “Amarrado a la pata de la mesa”. Los charcos eran de ron y Coca-Cola: la obra se llama “Cuba libre”. El vestido de flores es la pieza titulada “Jardín”.

Los vasos de plástico como residuos de una fiesta son la “Escala de Valores”, la cuerda amarra la pata de una mesa que minutos después sobrevolaría el cielo de Móstoles prendida de un helicóptero en vuelo estático, “La pelota redonda viene en una caja cuadrada” y la cerilla apagada en realidad es una “Estrella muerta”.


Encontrarse con una piedra, un excremento o un charco cuando vas caminando por la calle es una molestia. Pero, ¡ah! encontrarse con esos mismos objetos, en ese orden dispuestos, en el suelo de un museo, es contemplar una obra de arte, en este caso titulada “Obstáculo”.


“Hemos talado todo un bosque para construir una cerilla”, me dice el artista resumiendo su vocación conceptual. Su vocación de que el arte reflexione sobre la realidad cotidiana, con el "mínimo esfuerzo" por su parte, con las mínimas interferencias, la mínima manipulación, con la vocación de rescatar del entorno objetos cotidianos y sacarlos de contexto para que así, al exponernos en un museo, adquieran otro significado, otra lectura, dotarlos de valor artístico.

 

Me convence su argumento, me seduce la invitación a ir por la vida con los ojos más abiertos, pero quién decide en este mundo qué es arte. Y también, de quién es el mérito: ¿del que se arriesga a tirar en el suelo de un museo un vestido floreado o de quien ve un jardín con flores en él?





Es lo que tiene Vallecas

Es lo que tiene Vallecas

Ayer un huevo frito se dio la vuelta solo dentro de la sartén y hoy me despierta un pasodoble. A veces te rodean las cosas extraordinarias y sólo hay que tener ojos para ver.

Menos vueltas, Caperucita

Hoy estoy muy contenta porque he comprobado que el teléfono no da calambre, a pesar de que a veces pienso que emito unas radiaciones extrañas porque en ocasiones lo miro y se queda instantáneamente la pantalla en blanco... pero eso creo que no es más que un guiño de ojos de mi novio Orange.

Llevo, sin exagerar, más de un año queriendo llamar a una persona, sin encontrar nunca el momento adecuado para marcar su número de teléfono. Todo este tiempo con estúpidos e inútiles remordimientos: en cuanto llegue a casa le llamo, mejor después de comer, de mañana no pasa, a ver si con más calma este fin de semana, etcétera.

Hoy me he dicho “basta” y he pensado una frase ingeniosa para disculpar mi prolongada ausencia, pero no ha hecho falta; al otro lado del teléfono estaba la misma persona que hace años veía a diario, del mismo humor, hablando con los mismos chascarrillos, como si el tiempo no hubiera pasado.

De hecho, todo lo que ha pasado en este tiempo (cómo te ganas la vida, por dónde andas, con quién y cómo) nos lo hemos resumido en cuatro frases formato pregunta-respuesta “¡anda, no me digas!”, pregunta-respuesta “¡pues sí, tienes toda la razón!”, pregunta-respuesta “ya te lo decía yo”, pregunta-respuesta “en lo mismo ando yo” y mira qué bien.

Menos pensar y más actuar, es la moraleja que debo extraer de esta historia. Yo siempre estaré con  Serrat:

Prefiero querer a poder, palpar a pisar, ganar a perder, besar a reñir, bailar a desfilar y disfrutar a medir. Prefiero volar a correr, hacer a pensar, amar a querer, tomar a pedir.

Antes que nada soy partidario de vivir.



Me voy con mi unicornio azul

Escribir a diario en este blog era mi propósito para este 2010 que ya se acaba sin ser redondo, pero sí ha sido un año de sumas y de descubrimientos. Ahora que he conseguido estar tres días totalmente desconectada del ordenador y sin echarlo de menos, embargada por el espíritu navideño, regreso para anunciar que me voy con mi unicornio azul a otra parte, que tengo otros proyectos para 2011 que requieren que mi unicornio azul explore otros territorios. Le habéis alimentado muy bien en todo ese año, y como está agradecido, dejará, eso sí, un rastro de flores de vez en cuando por aquí, por este lugar en el que ha nacido y que le ha dado tanto.

Dice Galeano que, vistos desde el cielo, somos un mar de fueguitos porque cada persona brilla con luz propia sobre todas las demás.

Que cada día de este 2011 tu luz resplandezca y deslumbre a todos los que están a tu alrededor.

Feliz Navidad

Te lo pongo en un tupper

Hoy todo un senador me ha llamado a las barricadas, un socialista me ha dicho sin venir a cuento y guiñándome un ojo: “seguro que tú no estás abandonada”, un hombre me ha prometido que me va a poner un piso por responderle a una pregunta sencillísima y una del Partido Popular me ha dado un tupper de arroz con bogavante para que me lo coma mañana, que será un día tan intenso como el de hoy pero seguro que no comienza, como este miércoles, con una médium diciéndome que para buena energía la que yo tengo.

Así da gusto llegar a casa después de un día tan intenso, agotada pero contenta, o como diría Benedetti, “estoy jodido y radiante, quizá más lo primero que lo segundo y también viceversa”.



Quien roba a un ladrón...

Seré una descarada, pero la verdad es que nunca me he sentido mal por apropiarme de historias ajenas para contar lo que yo quiero decir en este blog, ni por robarle la lucidez a mis compañeras de piso, que dejan caer ideas brillantes por la cocina y por los pasillos como si les sobraran (y les sobran), ni por secuestrar frases que andan huérfanas por las calles que transito (culpa suya por dejarse oír), y ahora todavía menos.

La mismísima Catherine Zeta-Jones me (quiero decir nos, chicas) ha robado una idea. Sin ningún pudor, en la película Sin reservas, ha dicho: "ojalá hubiera un libro de recetas para la vida", y se ha quedado tan ancha.

Lección de optimismo

Lección de optimismo

Habrá que aprender de las plantas, que siempre buscan la luz.

Me gusta sobre todo el obstinado optimismo del ciclamen. A pesar de sus tallos cabizbajos, que se vencen apesadumbrados, los pétalos siempre salen al sol, emergen de entre la derrota, alborotados pero llenos de vida.

Rabitos de pasas

Trato de ver si Google se acuerda por mí de un poema del que sólo recuerdo cómo sonaba el último verso, que era algo así como: “y hay tantas cosas buenas por hacer...” o “y hay tantas cosas bellas que aprender...”, pero ¡halehop! Google me sugiere que pinche en los siguientes enlaces:


y hay tanta gente por la calle disimulando la amargura
y hay tanta adolescencia apresurada y tanta soledad arrepentida
hay tantas cosas que quiero hacer que antes me daban miedo

Rabitos de pasas voy a empezar a tomar, que dicen que son buenos para la memoria. Así no tendré que volver a asomarme a este pozo sin fondo que es internet, a veces tétrico, a veces maravilloso, pero tan inagotable que da vértigo.

Ya los tengo todos

Cuando una persona me dice que tiene 19 años, no me parece ni bien ni mal, como es lógico. Sin embargo, me saltan todas las alarmas si escucho que ha nacido en los 90, porque eso claramente quiere decir que esa persona que está frente a mí era un bebé despreocupado mientras a mí me atormentaba la adolescencia.

Inevitablemente entonces empiezan a correr por mi cabeza multitud de sensaciones y recuerdos de todo lo que yo ya había vivido en esa época, y me escandalizo de que haya llovido tanto desde entonces.

En realidad, me dan más vértigo esos veinte años que me separan a mí de la Elena que yo era en los 90 que los diez años que me distancian de esa persona que tengo delante, pero lo focalizo en ella.

Claro que no volvería ahora por nada del mundo a aquella época, no me cambiaría por esa chica de 19, no retrocedería en el tiempo ni un ápice ahora que tengo veintitodos.

Desde que empecé a hacer balances, afortundamente siento que cada año es un poco mejor que el anterior. Si no más feliz, siquiera más positivo en aprendizajes y experiencias. Cada año siento que he crecido un poco, o al menos que estoy mejor asentada en mi metro ochenta.

Y es que con 29 años tengo en mi haber toda la experiencia de los felices 20 sin sentir todavía que acechen los (temibles, dicen) 30.