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Alguien que anda por aquí

A veces las máquinas me gustan más que las personas

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Odio reconocerlo, pero a veces las máquinas me gustan más que las personas. Sobre todo cuando se trata de hacer trámites. Lo digo porque hoy he tenido una conversación telefónica con uno de esos contestadores que tienen las empresas para atender a sus clientes y en apenas cinco minutos he resuelto tres gestiones distintas con mi banco: Rapidísimamente una voz enlatada de señor me ha ofrecido las diferentes opciones, me ha entendido a la primera al seleccionarlas, ha comprobado la veracidad de mi identidad, me ha hecho confirmar que estaba atendiendo a mis deseos y me ha enviado un e-mail resumiendo el contenido de nuestra “conversación”: ¡MAGIA!

Ahora sólo queda que el sábado efectivamente llegue el dinero de la transferencia, como me ha prometido, pero no tengo por qué desconfiar de su palabra, aunque sea la palabra de un señor que no existe.

 

Tampoco le puedes pedir a una máquina que hable tu mismo idioma

Por desgracia, la vida no siempre es tan fácil, porque este señor enlatado que me ha atendido tan eficientemente hoy no trabaja para todas las empresas con las que yo trato. Siempre recordaré ese día, cercano a mi 25 cumpleaños, en que yo quise cambiar la tarifa de mi móvil. En aquella ocasión me atendió una señorita enlatada con la que no hice muy buenas migas. Nuestros caracteres no congeniaban. Yo ya estaba informada por un panfleto y sólo quería decirle a Orange que quería cambiarme a la Tarifa Joven, pero la señorita me ofreció un montón de alternativas previas hasta llegar al punto al que queríamos llegar. Y cuando por fin llegamos, me dijo que yo eligiera, de viva voz, entre las siguientes opciones: Tarifa Mis Horas. Tarifa Ocio. Tarifa Joven o Tarifa Plana, creo recordar.

Yo le dije rauda y veloz: “Tarifa Joven”. Y ella me dijo: “Disculpe, no le he entendido bien. Repita qué tipo de tarifa desea contratar: Tarifa Mis Horas. Tarifa Ocio. Tarifa Joven o Tarifa Plana”. Vaya, lo he dicho demasiado rápido. Pues “Ta-ri-fa Jo-ven”. Y ella: “Perdone, no le he oído con claridad. Repita qué tipo de tarifa desea contratar: Tarifa Mis Horas. Tarifa Ocio. Tarifa Joven o Tarifa Plana”. Bueno, habrá ruido de fondo: “Tarifa Joven”, dije con mi mejor voz radiofónica. Pero no: “Parece que tenemos problemas de comunicación, Repita qué tipo de tarifa desea contratar: Tarifa Mis Horas. Tarifa Ocio. Tarifa Joven o Tarifa Plana”. Ok, ok, será la cobertura, me voy a mover y lo repito lentamente, vocalizando bien cada una de las sílabas...

En fin, para qué aburriros, la señorita enlatada tenía como cinco maneras diferentes de decir que no se enteraba de lo que le estaba pidiendo, y a mí todo eso me sonaba a burla por la cercanía de mi cumpleaños. Más que no entenderme parecía que estaba dudando de que yo fuera lo suficientemente joven como para solicitar una Tarifa Joven.

 

A veces ni siquiera me entiendo con las personas que hablan mi idioma

Pero tampoco con las personas con las que he tenido que tratar por teléfono para hacer gestiones me ha ido siempre bien. Hasta en cuatro ocasiones hablé con los operadores de Telefónica para protestar porque no me llegaban las facturas a casa, y siempre me decían que estaba activado el servicio de envío y que no se observaba ninguna incidencia. Eso sí, muy solícitos, se ofrecían a enviarme un duplicado de la factura a la dirección que yo indicara en ese momento, y ésas sí llegaron a mi buzón, pero de modo milagroso, porque cada vez venía escrita en el sobre una dirección distinta: Yo vivía en la calle Illescas, pero en uno de los sobres ponía: C/ Yescas. En otro C/ Iglesia. En otro C/ Iglesias y en el último, C/ Pillescas. Ahí sí que hay que apuntarle un tanto a los carteros y sus dotes adivinatorias.

A éstos sí que no hay quién los entienda

Y éstos no son los peores malentendidos que he tenido cuando mantengo conversaciones por teléfono. Hoy me han vuelto a llamar los de la inmobiliaria para ofrecerme otros pisos. Con tres tipos distintos he hablado. Yo ya dejé claro y cristalino que mis requisitos ineludibles son, aparte del precio máximo que me puedo permitir, que el piso tenga luz y que el edificio tenga ascensor. Sólo eso. Entendiendo por luz la que da el sol y por ascensor ese aparato que sirve para no tener que subir las escaleras a pie.

Pero me llaman para ofrecerme bajos, primeras plantas en callejones estrechos o un quinto piso sin ascensor. Y son insistentes. Hasta el punto de decirme “sí, es un primero, pero cuando te asomas a la ventana parece un cuarto” (Tal cual. Sin comentarios). Uno ha llegado a preguntarme qué quiero decir con que tenga luz. Repito que en mi mundo (que a la vista está que no es el mismo en el que viven los agentes inmobiliarios) un piso con luz es aquél al que le llega la luz del sol, un piso al que podríamos calificar como luminoso.

Lo quiero con luz”, le digo, segura de que se me entiende con facilidad y de que la frase no da lugar a error, a pensar por ejemplo que lo quiero es que mi casa tenga luz eléctrica. “Sí, tiene ventanas”, me contesta, más ancho que largo. “Hombre, qué menos”, respondo con un gancho directo a su estómago. “Ventanas en todas las habitaciones”, se resiste a claudicar él. Así que finalmente he tenido que convertirme en Belén Esteban para decirle claramente que no me ofrezca bajos porque “NO QUIERO VIVIR EN UNA CUEVA, ¿ME ENTIENDES?”. Y parece que me ha entendido, porque me ha dicho que ya me llamaría cuando tuviera algo, y todos sabemos que el “ya te llamaremos” es como decir espérame sentada, bonita”.

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