Blogia

Alguien que anda por aquí

Contra las perdices II: Acabar comiendo pájaros no es un buen final

Ya que te pones a vivir una historia de película, que todo lo parezca: busca un protagonista guapo y que hable idiomas, una chica de provincias que llega a la gran ciudad, pon un beso frente al atardecer. No hay quien se crea ya los besos bajo la lluvia en mitad de la noche.

 

Los interiores, en un apartamento del barrio más cool de Manhattan, que tenga azotea con vistas a los rascacielos, una ristra de bombillas pequeñas y escaleras de incendios. Que suban un día a ver amanecer. Para que luzcan los exteriores tienes Nueva York entero, al que vamos a quitarle el frío de noviembre; sí, mejor que haga sol.

 

Que la película sea un poco cómica: desenfoca la expresión desconcertada de la chica cuando la recibe en el aeropuerto con palmaditas en la espalda después de haberse cruzado el océano por él. Dale un toque exótico: unos compañeros de piso fantasmas, una mulata enorme preguntando a los transeúntes si esa estatua de un mono debería tener cola, que el taxista que surfee en el atasco sea un discreto pakistaní.

 

Ponles a hablar todo el rato de cosas interesantes: de literatura, de viajes, de cine, de arte... pero no te pases: que coman hamburguesas con las manos y se manchen, que él meta la pata diciendo algo inconveniente, que ella haga lo mismo pero en un charco, que haya malentendidos, que la familia de él se meta por medio, que se asuste, que se asuste.

 

Que todo el mundo parezca obsesionado con las citas y con el matrimonio: esto se tiene que parecer a las series de televisión. Que paseen de la mano por la orilla del East River, que bailen con sus sombras en un parque anochecido, que se queden abrazados en un barco mirando la Estatua de la Libertad.

 

Métela a ella cuatro horas en el MoMA, a ver qué pasa: unos cuadros de esos que son todo rallajos, piernas saliendo de las paredes, vídeos de viajes a ninguna parte, una escultura llena de pinchos, jardines atestados de flores, bodegones de cosas que no llevarse a la boca, perseguidores que corren más que sus perseguidos, música de marcianitos. Que todo parezcan pistas: un vestido de novia petrificado, “El vértigo de Eros” fotografiado, primer plano del cartel que dice: “El corazón no es una metáfora”. Que se quede extasiada mirando los Nenúfares de Monet.

 

Dale una cámara de las buenas, que vaya retratando lo que ve. Que la sorprenda un desfile de veteranos de guerra en la Quinta Avenida, con sus bandas de música y sus majorettes. Detente en el escaparate de Tiffanys aunque no haya croasanes, que sienta el vértigo de luces de Times Square. Cuando vaya a Central Park, que suene un saxo a lo lejos mientras se come un perrito caliente apoyada en un árbol. Le gustan los tejados, súbela al Empire State. Que no vaya a Harlem, no es una turista cualquiera, aléjala del Bronx. Pero asegúrate de que cruce caminando el puente de Brooklyn entre la niebla, y de que se pierda un poco por Chinatown.

 

Llévalos al final de nuevo al aeropuerto, pero no quiero dramas. Ni lágrimas ni abrazos eternos ni promesas. Que sonrían mucho y en la distancia levanten la mano diciendo "hasta luego", como si fuera seguro que van a volverse a ver.

 

Contra las perdices: Acabar comiendo pájaros no es un buen final

Palmaditas en la espalda. Ella se había cruzado el océano por él y él la recibía con palmaditas en la espalda, en el JFK de Nueva York.

 

Se habían conocido tres meses antes en otro aeropuerto, el de Atenas. Sí, como en las películas, se conocieron en un avión. Los dos viajaban solos, volvían de unas vacaciones en Grecia y la compañía aérea se había encargado de sentarlos juntos. Esas cosas pasan, llámalo destino o juego del azar.

 

Empezaron a hablar porque había muchos niños llorando a la vez en ese vuelo, y se intercambiaron una mirada de fastidio y complicidad. Él preguntó: “¿cuál prefieres?” y coincidieron en que el llanto más profundo les gustaba más.

 

A partir de ahí, los temas de conversación iban surgiendo solos; compararon fotos de sus vacaciones, hablaron de sus trabajos, de sus pasiones, de sus viajes, de sus divorcios, de los miedos que tiene la gente a cambiar de opinión. De la razón por la que es insípida la comida de los aviones, de trucos para no discutir con la almohada, de la vez que él tuvo que dormir en un suelo de Ámsterdam, de ese un caballito de mar que le había hecho a ella un moratón en la pierna, de cómo un idioma tan áspero como el ruso suena dulce en verso, ¿quieres oir un poema? Y él se puso a recitar.

 

Se aburrían los libros cerrados sobre sus rodillas y cuando se quisieron dar cuenta, faltaban solo unos minutos para llegar a Zúrich, ¿la has visto desde lo alto alguna vez? Parece un baile sincronizado, los coches y los peatones de la ciudad suiza funcionan como un reloj.

 

Ella tenía solo media hora para hacer escala, él dos. Habían compartido tres horas de vuelo, qué son 180 minutos juntos cuando una vive en Madrid y el otro en Nueva York. Pasearon frente a la puerta de embarque en círculos concéntricos hasta que se quedaron solos, y hubo un abrazo largo y sentido, con dos azafatas al fondo con cara de venga bonitos subís o qué.

 

Subió ella, se quedó de pie mirándola él. Espero que nos volvamos a ver pronto, dijeron, con la misma esperanza con la que se pide un deseo a una estrella fugaz. Pero sucedió. Con correos electrónicos tendieron un puente durante semanas y al final ella lo cruzó. Atravesó el océano sin saber qué iba a encontrarse al otro lado, pero te arrepientes más de las cosas que no haces que de las que llevas a cabo, y alguna vez en la vida hay que visitar Nueva York.  

Porque no soy yo de preguntar

Que no me gusta a mí meterme en la vida de la gente, y podría porque estoy aquí todo el día y oye, quien más quien menos tiene su aquél, pero yo nunca he sido de estar cuchicheando y fisgando y tal, pero ahora, que yo soy muy Colomba, como Colombo te digo, y me entero de lo que me tengo que enterar, y si tú me dices que quieres saber de dónde vienen las humedades de la terraza de tu piso yo para servirte estoy, le preguntaré al de arriba pero como quien no quiere la cosa, con gracia, que es un chico muy majo el que vive en el 7º, con su guitarra se va él por las tardes y su pelo largo, así más largo que tú...

No sé si está casado o esa cosa que hacen ahora los jóvenes de vivir juntos pero no tanto, porque una chica en su vida sí hay, que sube, baja y oye, yo ahí no me meto, cada uno es cada uno y no soy yo de andar preguntando lo que tienen o dejan de tener, pero dos perros y un gato tienen, se ve que les gustan mucho los animales que pobrecitos, si no fuera por las personas los animalillos andarían sueltos por ahí abandonados...

Pero a mí no me gusta; tenerlos en un piso no me gusta, con los olores... y los pelos... y que babean, porque babean y sueltan babas, pero ellos los sacan a pasear todos los días, él por la mañana antes de salir con su guitarra y por las tardes ella, Marta se llama, que lo sé porque un día vi su nombre en el buzón de casualidad... son un pareja muy maja la verdad, y si no es mucho preguntar, ¿tú tienes novio? 

Que se puede estar muy bien sin novio, mi hija sin ir más lejos no quiere saber nada de los hombres, sólo de su niño de 9 añitos, míralos qué guapos aquí en esta foto... 37 añazos tiene ya y es muy apañada, muy amita de su casa, pero no quiere hombres no... y tú no me contestes si no quieres, que a mí me da lo mismo que tengas novio o no, pero que un novio le hace a una mucho apaño cuando vive sola en una casa... aunque esta comunidad está muy bien ¡y el barrio! no es como otros...

 

No me digáis que mi portera no le hace honor a la tradición de su oficio.



Un descubrimiento que no cambia nada

He pasado cientos de horas con él en los últimos ocho años y me he dado cuenta esta noche. Le he visto algo nuevo, algo distinto, algo en lo que nunca antes me había fijado.

 

Me he quedado perpleja. Con él he llegado muy lejos, he pasado buenos y malos momentos, me ha visto reír a carcajadas, llorar, me ha visto también esconder mis lágrimas. Cantar; con él canto mejor que con nadie, entono sorprendentemente todas las canciones. Conversaciones de amor, discusiones a gritos, buenas palabras, promesas, confesiones, conversaciones vanas. Y no me había dado cuenta hasta esta noche.

 

No lo digo con el asombro de un nuevo descubrimiento tras ocho años, sino asustada de lo ciega que estaba. Ha sido de repente, sin previo aviso, de madrugada. He ido a poner la mano donde siempre y por primera vez me he fijado en dónde la dejaba. Alrededor de la palanca de cambios había hoy, y supongo que siempre ha habido, un círculo iluminado. ¿177.893 kilómetros juntos y me vienes ahora con esas? Un hallazgo que no cambia nada.

La verborrea que dan los nervios

Ella es inteligente y sofisticada, pero cuando algo le impresiona demasiado, se convierte en mortal. Quiero decir que también es rubia y cumple el tópico. Mirando a los ojos al cantautor que más admira, solo se le ocurre decir que es “superfan”.

 

No que sus canciones le han hecho temblar de emoción, que gracias a él levantarse por las mañanas a veces tiene sentido y que llega a pensar que la belleza puede más que la brutalidad. No. Sólo le dice que es superfan. Repetidamente: “Yo es que soy superfan tuya, pero superfan, ¿eh? Superfan, superfan. De verdad. Superfan”.

 

Se muere de vergüenza cuando se aleja, pero la vida le regala otra ocasión para enmendarlo. Se encuentran días después en una gasolinera. Ella decide no dejar pasar la oportunidad, así que se acerca a él, que está mirando la presión de las ruedas, le explica que es la chica del otro día y que lo que le quería decir es que sus canciones “le gustan mucho, de verdad, muchísimo, no te imaginas, eh, alucinante, ¡pero un montón! Él asiente, de cuclillas.

 

Meses después, ella se lo cruza en su lugar de veraneo, y no puede evitar exclamar al verle: “¡Carlos! ¡Qué casualidad!” Él responde: “hombre, es que yo vivo aquí”, y la conversación se cae por su propio peso. Han vuelto a encontrarse en conciertos, ella siempre en primera fila, él a punto de ponerle una orden de alejamiento, sin poder sospechar que ella es de verdad inteligente y sofisticada, que lo que está es atenazada por los nervios, sin saber todavía que ella merece convertirse en canción.

 

Había un hombre leyendo

Había un hombre leyendo. La gente normal hablaba por teléfono, aprovechaba para contestar mensajes, opinar por twitter o actualizar su estado de facebook. Se enfrascaban con algún videojuego en su móvil o escuchaban música sin más.

 

Él parecía sacado de otro siglo, ahí absorto con su libro de verdad. Pasaba las páginas y todo con los dedos. Fruncía el ceño y sonreía a veces, igual que la gente que miraba las pantallas, pero los gestos de aquel hombre tenían otra intensidad.

 

Algo impúdico, porque todos sabíamos que las páginas muertas no le estaban comunicando nada en ese momento; no es que un amigo de repente te mande un chiste o tu novio un emoticono de corazón. Sin embargo, él se emocionaba como si lo fuera. Como si estuviera interactuando con ese árbol asesinado. Jugando descaradamente a su propio juego, él solo, ahí tan tranquilo, sumergido en quién sabe qué mundos, leyendo desde el fondo del vagón.

No es suficiente con saberlo

Tú y yo sabemos que vivimos muchísimo mejor que muchísimas otras personas, en el mundo y en el edificio de al lado. Peor que bastantes otras también, pero habrá que poner el ojo donde está la mayoría. Y sin tener que irnos lejos, podemos compararnos con nosotros mismos.

 

En mi caso, con el tiempo, he ido ganando, y no digo de la adolescencia a la madurez, del terribe año pasado a este luminoso, sino de ayer mismo a hoy, cuando me siento tan feliz por poder beberme un vaso de agua sin dolor. Qué placer. Porque me he podido sentar a comer (despacio, cosas blanditas y frías) después de cuatro días arrastrada por una amigdalitis tremenda, qué felicidad más tonta y más importante.

 

No le damos importancia al cuerpo, no valoramos la salud hasta que nos falta, no nos damos cuenta de lo inútil que es la mano izquierda hasta que nos lesionamos la derecha, no nos fijamos en los bordillos hasta que son un obstáculo.

 

No valoramos ni agradecemos al cuerpo que todo esté ahí dentro en orden. Que todo esté perfectamente coordinado hasta cuando estás enfermo, como cuando se me saltaban las lágrimas al tragar. Por eso hoy quiero agradecer que las amígdalas estén en su sitio, que caminemos sobre nuestros dos pies, que los pulmones se llenen de aire cuando respiramos, que el oxígeno llegue a todas las células a hacer su trabajo, que esos mensajeros diminutos de “La vida es así” que salían corriendo del cerebro con información lleguen a dar la orden correspondiente a tiempo.

 

Sé que este mensaje se me olvidará en unos días, por eso hoy tengo que valorarlo. Dar las gracias, sentirse agradecido, es un buen ejercicio para limpiar cada día el alma. Cuántas veces nos quejamos de que la vida es una mierda y cuántas dejamos pasar que es también maravillosa.

No te drogues, enamórate

Puestos a imaginar un mundo perfecto, yo lo llenaría de personas enamoradas. Es una buena salida al terrorífico panorama actual. Porque los enamorados derrochan luz a su alrededor, que es lo que más falta nos hace en estos tiempos oscuros.

 

Resulta que el amor, las drogas y la belleza producen el mismo tipo de placer; activan las mismas zonas cerebrales. La atracción por los otros engancha; y no lo digo yo o cualquiera que vea a un enamorado pendiente del móvil. Lo dice un estudio publicado en la revista Neuroscience realizado por investigadores de varias universidades españolas.

 

La atracción estudiada no era sexual, sino puramente estética. Les dieron a los participantes diversas fotografías y concluyeron que observar a una persona “realmente guapa activa en el cerebro varias zonas, entre ellas una denominada "núcleo accumbens", un área que también está inmiscuida en el sentimiento del placer y en la adicción a la mayoría de las drogas”.

 

Observar a una persona muy atractiva es capaz de activar varias zonas del cerebro, que coinciden con las que estimula el amor pasional. Dice el estudio que se activan “en un 70 por ciento las mismas zonas que cuando ves a alguien que amas”. ¿Quiere esto decir que solo el 30 por ciento de tu amor corresponde a otros criterios que no son estéticos, o que el amado nos parece la persona más guapa del mundo aunque no lo sea?

 

Reivindico mi mundo de personas enamoradas. Solo ellos son capaces de hacer lo que pedía Van Gogh: “Encuentra bello todo lo que puedas. La mayoría no encuentra nada lo suficientemente bello”. Y así nos va. Enamorémonos. Por un mundo mejor.

Estoy o soy feliz

Estoy o soy feliz

Qué importa que acaben de llegar unos estúpidos quinceañeros ruidosos y que esto esté lleno de moscas: estoy feliz, así que fijo mi atención en el ruido del agua y en las ramas que serpentean hasta casi tocarla queriendo bañarse y en eso que parecen unas lechugas gigantes y esas flores que no se han enterado de que no estamos en primavera y en ese árbol que se pinta de otoño él solito entre sus compañeros verdes y en las rocas en torno al lago que han permanecido impasibles durante años y en estos tréboles que no son de cuatro hojas pero como si lo fueran y en esos troncos altísimos llenos de nidos y en las nubes que caminan lentas y caprichosas por el cielo y en ese pájaro que acaba de surcarlo y en el helado que me estoy tomando y en el sol que acaba de aparecer dorándolo todo.

 

Allá, a lo lejos, está la autopista con su furioso tráfico, desbordada de gente peleando por llegar antes a su destino, pero quizá entre esos coches haya alguien que no esté impaciente, que suba el volumen de la radio para cantar a gritos una canción.

 

Me los imagino a todos ahí dentro de sus coches cantando felices, porque eso es lo mejor de la felicidad, que de alguna manera egoísta deseas compartirla. Y le restas importancia a todos los problemas, que sabes que existen pero no te tocan. No ahora, en este momento solo quieres que todo se ilumine a tu alrededor. Feliz viernes.

¿Te echarías atrás?

 

La Elena que soñé ser no existe ni en mis imaginaciones. Pero esta que tengo frente al espejo no es peor. La pregunta era: “¿volveríais ahora a estudiar Periodismo?” y la ha hecho un amigo de la facultad, quince años después en una cena de reencuentro.

 

La respuesta obvia era un no. Ahora sabemos cuáles son los entresijos de la profesión, cómo está el mercado, cuáles son las condiciones laborales, sufrimos la precariedad, lo dura e ingrata que es la labor. Ahora sabemos qué hay detrás de nuestros sueños, cómo la vida te va acomodando.

 

A estas alturas de nuestras vidas, ninguno está donde sospechaba cuando empezamos la carrera, y aquella utopía en la que creíamos ya no nos sirve para caminar. Pero desde luego, no ha sido tiempo perdido, estamos en el mejor momento de nuestras vidas, tenemos senderos nuevos y ganas de soñar.

 

Realmente no sé qué pasaría si nos encontráramos ahora con aquellos alumnos de primero que fuimos; si pudiéramos contarles cómo son las cosas ¿se echarían atrás?

Se pueden comer un plátano

Se pueden comer un plátano

Un día, hace mucho mucho tiempo, me encerré en el baño y me puse a mirar atentamente la rejilla de ventilación. Esperaba ver a Los Diminutos, esos pequeños seres bondadosos... que están viviendo con nosotros... pero seguro que no los verás. Y no, no los vi, como anunciaba la canción. Les hablé en voz baja, y no aparecieron. Me recuerdo insistiendo en que conmigo podían estar tranquilos, que no había mayores en la habitación, pero no se asomaron.

 

Me viene este recuerdo a la cabeza porque mi sobrina de cinco años no se cree que los monos de los cuentos sean de verdad. Tenemos un libro entre las manos, ella se está comiendo un plátano y le digo que les ofrezca, que a los monos les gustan mucho los plátanos, pero no me cree. Sí, ¿es que no los has visto en el zoo? Me mira divertida e incrédula, sopesando nuestros roles, seguro que preguntándose cómo es posible que de las dos, sea yo la que sepa leer.

 

Yo insisto y acerco el plátano un poco a las páginas del libro... Es solo un instante: ella mira con los ojos fascinados y sonrientes; mira a los monos, me mira a mí, y sé que al volver a girar la vista le gustaría que en su plátano faltara un bocado. Qué importa que no.

 

En la ciudad de las maravillas

En la ciudad de las maravillas

Decía Benedetti que en la vida / hay una sola grieta / definitivamente profunda / y es la que media entre / la maravilla del hombre / y los desmaravilladores.

 

Podría parecer y parece que el mundo está hecho un asco al ver las noticias. Lo está. Llenito de desmaravilladores. Yo por eso a veces sigo una estricta dieta informativa, tirando alegremente piedras contra mi propio tejado. Pero a menudo los árboles no nos dejan ver el bosque, y hoy me he encontrado rodeada de maravillas, tantas que una no puede dejar de creer que todo tiene remedio, que tenemos remedio.

 

Es heroico lo que hacen en Guadalajara una vez al año, el tercer fin de semana de junio. En el Palacio del Infantado que aparece en la foto organizan un maratón de cuentos, de ilustración y música. Desde el viernes hasta el domingo, ininterrumpidamente, hay gente que se sube a un escenario a contar un cuento mientras otros dibujan las palabras que se quedan aleteando en el patio, entre columnas, y en los jardines, músico tras músico se ponen a tocar.

 

También hay un colorido mercado de artesanos, un rincón en el que te escriben al momento cuentos y poemas a tu antojo y un sanador al que le cuentas un problema y te receta un cuento al oído

 

Es mágico todo lo que sucede este fin de semana en Guadalajara, y lo mejor es que la ciudad entera se vuelca con su festival. Frente a los escenarios hay gente de todas las edades y pelajes: hay niños y macarras y abuelas y pijos y chonis y parejas y marujas y perroflautas y señores con sombrero, todos sentados disfrutando de los cuentos, que cuentan niños y macarras y abuelas y pijos y chonis y parejas y marujas y perroflautas y señores con sombrero.

 

Profesionales o no, se van subiendo uno a uno al escenario con ganas de contar un cuento, con la ilusión de compartir una historia, con más o menos fortuna, con más o menos recursos, con más o menos talento. Y se respeta todo, se aplaude a todos, sonríen todos.


Maratón de palabras que ensanchan el alma. Escucha y verás, dice un cartel. Para creer. Lee y verás...

Dame veneno

Me lo advirtió un profesor muy querido cuando me vine a estudiar: que tuviera cuidado porque Madrid tiene veneno, y te engancha o lo detestas.

 

Yo era una chica de provincias que se escandalizaba por que la gente corriera para coger el Metro, que venía cada ¡tres minutos!. En mi ciudad tardaba quince el autobús y lo dejábamos pasar. Es otra manera de vivir la vida, pero tardé poco en engancharme: bajo las escaleras mecánicas con prisa aunque no la tenga, me pongo nerviosa cuando el semáforo se pone verde si tardan los demás coches en arrancar.

 

Es verdad que Madrid a menudo resulta insoportable, y tengo que darle la razón a una amiga mía que cada cierto tiempo proclama que no se puede vivir en esta ciudad. Encuentra de vez en cuando pruebas irrefutables de su teoría: hace un par de días tuvo una estrepitosa caída en el Metro y nadie se paró a ayudarla.

 

Pero en Madrid conviven muchas ciudades al mismo tiempo, también una en la que no existe ese egoísmo ni esa hostilidad. Acabo de encontrarme a un hombre tendido boca abajo en mitad de la calle, sobre la acera. No sé cuánto tiempo llevaría así, pero hemos sido tres los que nos hemos detenido a ayudar. Un día de diario, de madrugada. Sólo era una borrachera de espanto. Nos hemos ido cuando ha conseguido entrar en su portal.


Me preguntaba por qué

 

Por qué te atrae quien te atrae. Cuando me vine a vivir a Madrid, compartía habitación con una chica en una residencia de estudiantes. Con una completa desconocida, y ni siquiera tenía un rincón solo para mí, ningún espacio para la intimidad. Se llamaba igual que yo, pero el nombre era lo único que teníamos en común.

 

No podía haber nadie más opuesto a mí en forma de ser y en cuestiones prácticas: ella era terriblemente madrugadora y yo una noctámbula empedernida, ella adoraba la música que yo detestaba... pero es que Elena, además, odiaba leer. No es que no tuviera el hábito de la lectura, es que no daba crédito cuando me veía con un libro entre las manos, me preguntaba por qué. ¿Por qué lees?, me decía.

 

Yo lo que me preguntaba y aún me pregunto es cómo pudimos vivir dos años juntas y llevarnos tan bien. Jamás tuvimos una discusión, ningún problema. Nunca pensamos en cambiarnos de habitación, en probar a convivir con otras compañeras de las que nos habíamos hecho amigas. Nos teníamos mucho cariño, de alguna manera extraña, estábamos a gusto juntas. Tan separadas pero juntas. Viéndonos la una a la otra como bichos raros, pero juntas.

 

No echábamos de menos escuchar música sin los cascos. Nos acostumbramos sin pesar a ser sigilosas para no despertar a la otra, ella por las mañanas y yo por las noches. Ella se perfumaba en el pasillo, fuera de la habitación, y lo hacía riéndose de que a mí me pareciera apestosa una colonia tan cara.

 

Me acuerdo de ella ahora, tantos años después, no porque obviamente me haya hecho con el paso del tiempo más ermitaña, sino pensando en lo difíciles que somos de prever. No hay manera de averiguar por qué te gusta lo que te gusta. Por qué te atrae quien te atrae. No puedes elegir.

 

Pensaba en los prejuicios que tenemos, también. Hoy se han sentado a mi lado en el Metro dos chavales con los que a simple vista tampoco tengo absolutamente nada en común. Aspecto de pandilleros, quinquis con ganas de marcha. Uno iba con la música en el móvil a todo volumen, pero al verme con un libro, enseguida el otro le ha dicho: “baja eso, tío, ¿no ves que hay gente intentando leer?”. De inmediato ha bajado el volumen: “Es que como nos pasamos todo el día en el Metro me creo que es mi casa”.

Para eso (también) sirve un beso

Es difícil, pero tenemos que intentar que el clima de hostilidad y malas noticias no nos contagie. Por nuestro bien, por el de todos. Porque es posible construir una sociedad mejor a base de pequeños gestos. No dejarnos llevar por la corriente hacia el fondo.

 

El otro día estaba yo saliendo del aparcamiento de un centro comercial y me paré en un ceda el paso. No me di cuenta de que tenía prioridad y pensé que era un stop. Oh gran falta. Había un coche ocupado por una parejita joven esperándome, y al ver que yo no arrancaba empezaron a gritar desaforados. Tenían las ventanillas subidas y no podía oirles, pero vi sus caras desencajadas por el enfado. Auténtica furia.

 

Traté de ignorarles, arranqué, salí del parking y me los volví a encontrar en un semáforo. Seguían mirándome y gritando como si hubiera hecho algo abominable, gesticulando de una manera exagerada. Había un odio en sus caras inaudito, yo no daba crédito. ¡No era para tanto!

 

Lo normal habría sido cabrearme yo más, responder con aspavientos que se fueran al carajo, que ocuparan sus fuerzas en algo más importante y me dejaran tranquila, pero lo que me salió fue enviarles un beso. Aferrando con fuerza el volante, les lancé un beso y se quedaron petrificados. Ahora eran ellos los que no daban crédito.

 

Seguramente, pasado el estupor inicial, siguieron con su enfado, pero a mí me dio igual. Neutralicé siquiera por unos segundos su rabia y salí antes que ellos del semáforo, sintiéndome invencible, poderosa. Acababa de descubrir el poder de un simple beso tirado al aire.

 

 

Aparta, MacGuyver

Tengo una amiga que con todo el amor, cada vez que me ve hacer manualidades, me pregunta cómo fue posible que yo aprobara preescolar. Es verdad que se me dan fatal, que no sé recortar, que no tengo visión espacial.

 

Nunca me ha preocupado porque no se puede ser perfecta, cada uno tiene que ser consciente de sus limitaciones, y esta de las manualidades la he ido arrastrando toda mi vida ¡hasta hoy!

 

Resulta que anoche tenía una vela encendida al lado del portátil y de repente empezó a oler a plástico quemado. El ambiente romántico chamuscó el cable del cargador. Lo aparté a tiempo de evitar una desgracia mayor, pero ya estaba lamentándome por tener que comprar un cargador nuevo cuando apareció mi hermano, que es un hacha con las tecnologías y todas las cosas prácticas que a mí se me dan mal, y me dijo que cortara la parte quemada y empalmara los cables, así tal cual.

 

Me explicó cómo hacerlo a través de mensajes de wassap con tanto lujo de detalles -él conoce mi torpeza- que me parecía una tarea titánica (dijo algo de trenzas en forma de uve, o de T y no sé qué cosas con la cinta aislante en paralelo), pero se esforzó tanto en dar las instrucciones que cómo no iba al menos a intentarlo.

 

Y aquí estoy, escribiendo en mi portátil enganchado a la corriente con un cable negro que tiene un trozo azul. Sólo he perdido una hora de mi vida en conseguirlo. No hay nada como creer que eres capaz para poder. Ésa es la fórmula mágica para que nada se te resista.

Pues prefiero a Gaspar

Me acabo de enterar de que soy una outsider, que habito en la periferia de las normas sociales. El garbanzo negro de toda la vida quizá también. Todo porque de pequeña yo escribía en las cartas a los Reyes Magos que mi favorito era Gaspar.

 

Hay por lo visto un estudio y todo, de la Asociación Española de Fabricantes de Juguetes, que ratifica que prácticamente nadie quiere al rey del medio. Y es que no es fácil ser un segundón. Los que lo eligen con más rotundidad son sobre todo chicas que tienen debilidad por los pelirrojos, dice la encuesta, pero yo siempre lo vi castaño claro, como mi Nancy. No iban mis preferencias por ahí.

 

Yo lo elegía precisamente porque pobrecito. Nunca podría aspirar al protagonismo de Melchor, líder de masas con sus barbas bonachonas, ni al exotismo de Baltasar, el favorito de los niños a los que les gusta ir contracorriente. A mí no me gustaba ir con las masas ni era una rebelde, pero elegía la rareza.

 

Sigo apostando por ese personaje cuyos encantos pasan desapercibidos para el común de los mortales pero que tiene indudablemente magia, una estrella intacta brillando en su interior. Felices Reyes.

Eso es el miedo

Voy a contar esta historia porque de pequeña aprendí que antes de salir de viaje, había que pasar un espejito con ruedas por debajo del coche y comprobar que no hubiera un explosivo adosado.

 

Si cuento esta historia es porque los terroristas ya han dejado de matar, y no todos se alegran. Parecería fácil alegrarse, pero lo tristemente cierto es que aún hay quien lo lamenta. No basta con condenar la violencia, pero es que ni siquiera hemos conseguido eso. No todos se alegran. Hay quien lo que celebra es que nuestro sistema judicial no abogue por el cumplimiento íntegro de las penas. Y quien esquiva el marrón echándole la culpa a Estrasburgo de que las víctimas estén indefensas.

 

Yo ni siquiera he vivido en el País Vasco los años del terror, así que yo no he sabido nunca lo que es el miedo, yo nunca he sufrido ese abominable dolor. Sólo sabía que era mejor no decir en el colegio en qué trabajaba mi padre; sólo sabía que ver escrito en una pintada “Gora ETA” significaba “que vivan los asesinos que quieren matar a tu padre”.

 

Ya de mayor, un día, estuve de viaje en un pueblecito de Cantabria y un amigo de un amigo nos llevó a dar un paseo para conocer el lugar. Cuando pasamos al lado del cuartel de la Guardia Civil, ese chico dijo que ojalá le pusieran una bomba.

 

Lo dijo así, de repente, sin pensar, mientras recorríamos tranquilamente las calles del pueblo, y ni siquiera se hizo el silencio. Se cambió de tema de una manera natural. Lo había dicho como quien no quiere la cosa, como de pasada. Que ojalá pusieran una bomba en una casa cuartel que estaría llena de niños. De niños como mis amigos de la infancia, como mis hermanos, como la niña que yo fui. Si cuento esta historia es porque ese chico pudo decir eso en voz alta y yo no fui capaz de decir nada.

Prefiero a mi lado a un traidor

El comportamiento de los médicos a la hora de dar malas noticias debería ser como el de las pantallas informativas de la Dirección General de Tráfico, aunque me ponen de los nervios. Me explico. Voy por la M 30 y los carteles luminosos de la DGT me avisan de que hay tráfico lento hasta Parque de las Avenidas y pienso: bueno, no es para tanto. Pero paso la salida de ese barrio y sigo viendo que los coches no avanzan...

 

El siguiente panel advierte de que hay atascos hasta la Calle Alcalá. Ya decía yo... Me armo de paciencia, logro pasar el puente de Ventas y no puedo cantar victoria porque enseguida tengo que parar el coche de tantos como somos circulando por el mismo carril. La explicación llega en el siguiente cartel luminoso: Tráfico lento hasta Vallecas. Avanzando sin pasar de segunda me entero de la siguiente mala noticia, en el próximo cartel de la DGT: complicaciones circulatorias hasta el Nudo Sur. Ésa ya es mi parada, salgo de la M 30 como quien sube a la superficie del agua después de estar buceando.

 

He tardado 45 minutos en hacer un trayecto de 15 y me siento estafada por la DGT, que no tiene la culpa de que tantos madrileños cojamos el coche a la misma hora, pero sí de los sucesivos engaños, que no llegan a ser mentiras. Es verdad que hay atasco hasta cada una de esas paradas, pero después también, y creo que deberían advertírtelo. Si me avisan de que la carretera está parada todo el recorrido, de que el atasco llega desde la A2 hasta la A5 y lo que te rondaré morena, podría salirme y buscar alternativas, o siquiera ser consciente de que voy a llegar tarde y avisar, tomar decisiones en consecuencia mientras los radares que saltan si vas a más de 90 kilómetros por hora se burlan de mi velocidad de caracol.

 

Pienso que este comportamiento informativo de la DGT debe formar parte de algún tipo de estrategia. Será para que no desesperes. Creerán que atenúa el cabreo de los conductores el hecho de no saber lo que te espera, de creer que a la siguiente curva vas a poder recuperar la velocidad normal. Quizá surta efecto, pero frustra.

 

Que no se pongan en lo peor

Sin embargo creo que sería muy positivo que los médicos copiaran esa frustrante estrategia de la DGT cuando se trata de dar malas noticias. Que las vayan dando poco a poco. Que no se empeñen en advertirte de todas las fatales consecuencias desde el primer momento, que no se pongan en lo peor. Es importante que el paciente y su familia no se desesperen cuando te enfrentas por ejemplo a un cáncer, y es difícil no desesperar si el médico, que es quien sabe, en quien confías, insiste en avisarte de que la muerte está a la vuelta de la esquina.

 

No sirve de nada tener tan presente un desenlace fatal, sería más productivo pensar en la siguiente etapa, como en el atasco hasta el Puente de Vallecas. A menudo los médicos están tan acostumbrados a codearse con la enfermedad como un trabajo, que se olvidan de que están hablando con humanos, con personas que necesitan creer. Además, el efecto Placebo existe, es real, es necesario.

 

Supongo que ellos te advierten de todo lo malo que te puede pasar para que estés preparado; y para que no les demandes también por no haberte advertido. Si no se cumplen sus peores presagios, te sientes tan aliviado que te olvidas de querer matarlos por el susto que te hicieron pasar. Si se cumplen, ya te advirtieron de que ellos no son dioses, de que nada se podía hacer.

 

Pero aunque nada se pueda hacer, ayuda a pasar el hasta entonces no creer que todo está perdido, aunque solo sea para tener un motivo para levantarse por las mañanas, aunque solo sea para fortalecer la espera. No digo que haya que pintar un fantasioso mundo de color de rosa, tan solo que ayuda imaginarse siquiera un pequeño rayo de luz allá a lo lejos, cuando todo está a oscuras.

 

Lo que no ayuda es perder fuerzas en querer quitarle la razón a los médicos. Añade una carga más a nuestra lucha, y al final, el palo golpea igual de fuerte. Según mi experiencia, la pérdida definitiva de un ser querido no se puede suavizar. No atenúa el dolor saberlo de antemano, no es menos traumático porque te lo esperes, ni es más doloroso porque te sorprenda. Por una vez le quito la razón a los refranes, grito que no quiero que me avisen, que prefiero tener a mi lado un traidor.

Esa gente que te hace la vida más agradable

Él nunca lo sabrá, pero lo que más he lamentado al cambiar de barrio es dejar de ver a Katzi todos los días. Katzi es un chico de Bangladesh que tiene una frutería en la esquina de mi antigua calle y un sol en la cara. Salió de su país con la idea de comerse el mundo: su frutería se llama “Katzi Business Group”, y así persigue su sueño: Trabaja diariamente hasta la medianoche y saluda absolutamente a todo el mundo desde su caja registradora con la sonrisa más amplia que nunca he visto y un “buenos días, qué tal, cómo estás, ¿todo bien? Me alegro”, aunque estés cruzando sin pararte desde la acera de enfrente.

 

Es increíble que pueda estar cobrando a alguien, pesando la fruta a otro y dándose cuenta de que ha pasado un vecino a la vez. Sabe muy poco español, pero lo intenta. Escoge siempre las mejores frutas para ti, y redondea el precio a la baja para no llenarte de calderilla. Es incómoda y de aspecto sucio su frutería, pero no hay una tienda mejor en todo Madrid, sólo porque la regenta un tipo que tiene esa luz en la cara, que sonríe tanto con los ojos y con la boca y con todos los músculos de su rostro.

 

Pero en mi nuevo barrio también he encontrado a alguien así. Es chino, se hace llamar Santi, tiene una tienda de las de todo a cien y una broma para cada uno de sus clientes. No he conocido en mi vida a un chino más sociable que Santi. Hasta límites insospechados, se entretiene en hablar con todo el mundo y todo el mundo le quiere, incluso cuando les toma el pelo. El otro día por ejemplo un señor se estaba haciendo un lío con unas herramientas que quería comprar y Santi le dijo: “Ay Manolete, si no sabes torear pa qué te metes”, con acento chino, claro.

 

A las madres que compran material escolar para sus hijos, Santi les dice que les puede hacer un descuento si le devuelven los cuadernos gastados. Si vas a comprar aguja e hilo para coser, Santi te dice que las cosas hoy en día no se zurcen, se tiran y se compran otras nuevas, o que mejor que comprar abono para las plantas es que suba él a tu casa a cantarles una canción china que se sabe él para que florezcan rápido. Cómo no salir de estas dos tiendas con una sonrisa en la cara.