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Alguien que anda por aquí

Literatura

A todo el mundo le duele algo

Mi madre murió de cáncer

como mi tía mi abuela

mi amiga murió de cáncer

una amiga tiene cáncer

mucha gente se ha muerto de cáncer

mi madre mi amiga la novia de un amigo un amigo de mi padre el padre de una amiga

Y otra amiga ahora me dice que tiene cáncer y yo

solo conozco a una persona que lo haya superado

una que esté vivita y coleando

bueno dos bueno tres que estén alegremente recuperadas del todo

aunque siempre a ver qué pasa nunca sabes

a ver cuánto cómo dónde a ver la siguiente revisión

a ver este dolor hacia qué lugar

me lleva

yo llevo todo el día pensando

haciendo recuento de avisos

fallos y dolores este año

se van a diagnosticar en España más de 270.000 casos

dicen los expertos que se está duplicando

la supervivencia

Celebrar la Vida

A Iria Fernández Silva, in memoriam

 

Hay gente que tendría que ser eterna

porque allí donde va enciende la luz.

 

Ella que había perdido tanto

tenía siempre actitud de ganadora.

 

Vivió tres vidas antes de cumplir los cuarenta

cada día como si fuera el último

y a la vez haciendo grandes planes

sonriendo ferozmente

irradiando tanto amor

soñando

creando

contando chistes malos

era imposible conocerla y no quererla.

 

Cada vez que quedaba con ella

descubría algo, en cada conversación

un hallazgo.

 

Ahora escuecen las cosas que no puedo preguntarle

que Vivir sea ya solo

tarea nuestra

tarea que nos enseñó a hacer celebrando.

 

Para eso sirve el arte

A veces el teatro hace

que quieras llamar a tu madre.


Te sientes

feliz culpable estúpida

viendo la obra

Sales de la sala encogida o radiante

y quieres contárselo a tu madre

no para que lo entienda sino para que te perdone.

 

 Para eso sirve el arte

para contarte tu verdad desde fuera.


Tú crees que te evades pero ellos

subidos al escenario

te sacan fuera de ti misma

y se ponen a hablar de ti

y de ti.

 

Vuela

Vuela

He estado toda la mañana pintando un globo

Y ni siquiera vuela.

Me ha salido un globo triste

Un globo flojo

un globo perdido en el cielo

Un globo que se le ha escapado a alguien.

Pero mi globo también es

un motivo para apuntar alto

Para mirar al cielo.

Vuela

Todo el que va a Lisboa regresa

Todo el que va a Lisboa regresa

Estamos aquí para huir, decía una pintada en un callejón de Lisboa, estamos aquí para llegar a la vez, juntos. Y al doblar una esquina me sorprende un fuerte olor a flores que no veo por ninguna parte, hay ropa limpia tendida y tejas rojas sobre fondo azul, un desorden de ladrillos y almenas reflejadas en los espejos y flores de plástico y guirnaldas en los balcones, un escándalo de cables surcando el cielo, olor a pesacadito y a carne a la brasa aunque para mí sea la hora del café, hay un atardecer sobre el Tajo visto desde un lugar que se hace llamar el Ponto Final y que parece un presagio aunque puede ser sólo el principio y pintadas de colores en todas las tapias, también frases reivindicativas: “No seas como ellas” al lado de un escaparate de Mango, “Cómete el dinero” a la puerta de la Western Union.

En Lisboa hay muchos edificios en ruinas milagrosa y orgullosamente en pie, casas desconchadas que no esconden sus vergüenzas y quizá por eso consiguen desprender un encanto que no es el eco del esplendor pasado. Dicen todos que es una ciudad decadente pero con orgullo, incluso presumida diría yo.

Esta ciudad la habitan señoras sonrientes que se asoman a ver la vida pasar frente a sus casas, millares de turistas que no son escandalosos, el conejo de Alicia en el País de las Maravillas que llega tarde y va corriendo por una estación de metro, un hombre con aspecto de bruja que fuma mirando por la ventana y sobre él se posa un ángel desde una esquina del barrio Alto...

Esta ciudad la habita también el fantasma de Pessoa poeta que es un fingidor, Pessoa pidiéndonos desde uno de sus poemas que no tengamos nada en las manos para que nada se caiga al abrirlas, Pessoa que no quiere rosas cuando haya rosas, Pessoa obligándonos a sentarnos al sol, Pessoa que quiere que abdiques para que comiences a ser el rey de ti mismo.



Contra las perdices II: Acabar comiendo pájaros no es un buen final

Ya que te pones a vivir una historia de película, que todo lo parezca: busca un protagonista guapo y que hable idiomas, una chica de provincias que llega a la gran ciudad, pon un beso frente al atardecer. No hay quien se crea ya los besos bajo la lluvia en mitad de la noche.

 

Los interiores, en un apartamento del barrio más cool de Manhattan, que tenga azotea con vistas a los rascacielos, una ristra de bombillas pequeñas y escaleras de incendios. Que suban un día a ver amanecer. Para que luzcan los exteriores tienes Nueva York entero, al que vamos a quitarle el frío de noviembre; sí, mejor que haga sol.

 

Que la película sea un poco cómica: desenfoca la expresión desconcertada de la chica cuando la recibe en el aeropuerto con palmaditas en la espalda después de haberse cruzado el océano por él. Dale un toque exótico: unos compañeros de piso fantasmas, una mulata enorme preguntando a los transeúntes si esa estatua de un mono debería tener cola, que el taxista que surfee en el atasco sea un discreto pakistaní.

 

Ponles a hablar todo el rato de cosas interesantes: de literatura, de viajes, de cine, de arte... pero no te pases: que coman hamburguesas con las manos y se manchen, que él meta la pata diciendo algo inconveniente, que ella haga lo mismo pero en un charco, que haya malentendidos, que la familia de él se meta por medio, que se asuste, que se asuste.

 

Que todo el mundo parezca obsesionado con las citas y con el matrimonio: esto se tiene que parecer a las series de televisión. Que paseen de la mano por la orilla del East River, que bailen con sus sombras en un parque anochecido, que se queden abrazados en un barco mirando la Estatua de la Libertad.

 

Métela a ella cuatro horas en el MoMA, a ver qué pasa: unos cuadros de esos que son todo rallajos, piernas saliendo de las paredes, vídeos de viajes a ninguna parte, una escultura llena de pinchos, jardines atestados de flores, bodegones de cosas que no llevarse a la boca, perseguidores que corren más que sus perseguidos, música de marcianitos. Que todo parezcan pistas: un vestido de novia petrificado, “El vértigo de Eros” fotografiado, primer plano del cartel que dice: “El corazón no es una metáfora”. Que se quede extasiada mirando los Nenúfares de Monet.

 

Dale una cámara de las buenas, que vaya retratando lo que ve. Que la sorprenda un desfile de veteranos de guerra en la Quinta Avenida, con sus bandas de música y sus majorettes. Detente en el escaparate de Tiffanys aunque no haya croasanes, que sienta el vértigo de luces de Times Square. Cuando vaya a Central Park, que suene un saxo a lo lejos mientras se come un perrito caliente apoyada en un árbol. Le gustan los tejados, súbela al Empire State. Que no vaya a Harlem, no es una turista cualquiera, aléjala del Bronx. Pero asegúrate de que cruce caminando el puente de Brooklyn entre la niebla, y de que se pierda un poco por Chinatown.

 

Llévalos al final de nuevo al aeropuerto, pero no quiero dramas. Ni lágrimas ni abrazos eternos ni promesas. Que sonrían mucho y en la distancia levanten la mano diciendo "hasta luego", como si fuera seguro que van a volverse a ver.

 

Contra las perdices: Acabar comiendo pájaros no es un buen final

Palmaditas en la espalda. Ella se había cruzado el océano por él y él la recibía con palmaditas en la espalda, en el JFK de Nueva York.

 

Se habían conocido tres meses antes en otro aeropuerto, el de Atenas. Sí, como en las películas, se conocieron en un avión. Los dos viajaban solos, volvían de unas vacaciones en Grecia y la compañía aérea se había encargado de sentarlos juntos. Esas cosas pasan, llámalo destino o juego del azar.

 

Empezaron a hablar porque había muchos niños llorando a la vez en ese vuelo, y se intercambiaron una mirada de fastidio y complicidad. Él preguntó: “¿cuál prefieres?” y coincidieron en que el llanto más profundo les gustaba más.

 

A partir de ahí, los temas de conversación iban surgiendo solos; compararon fotos de sus vacaciones, hablaron de sus trabajos, de sus pasiones, de sus viajes, de sus divorcios, de los miedos que tiene la gente a cambiar de opinión. De la razón por la que es insípida la comida de los aviones, de trucos para no discutir con la almohada, de la vez que él tuvo que dormir en un suelo de Ámsterdam, de ese un caballito de mar que le había hecho a ella un moratón en la pierna, de cómo un idioma tan áspero como el ruso suena dulce en verso, ¿quieres oir un poema? Y él se puso a recitar.

 

Se aburrían los libros cerrados sobre sus rodillas y cuando se quisieron dar cuenta, faltaban solo unos minutos para llegar a Zúrich, ¿la has visto desde lo alto alguna vez? Parece un baile sincronizado, los coches y los peatones de la ciudad suiza funcionan como un reloj.

 

Ella tenía solo media hora para hacer escala, él dos. Habían compartido tres horas de vuelo, qué son 180 minutos juntos cuando una vive en Madrid y el otro en Nueva York. Pasearon frente a la puerta de embarque en círculos concéntricos hasta que se quedaron solos, y hubo un abrazo largo y sentido, con dos azafatas al fondo con cara de venga bonitos subís o qué.

 

Subió ella, se quedó de pie mirándola él. Espero que nos volvamos a ver pronto, dijeron, con la misma esperanza con la que se pide un deseo a una estrella fugaz. Pero sucedió. Con correos electrónicos tendieron un puente durante semanas y al final ella lo cruzó. Atravesó el océano sin saber qué iba a encontrarse al otro lado, pero te arrepientes más de las cosas que no haces que de las que llevas a cabo, y alguna vez en la vida hay que visitar Nueva York.  

Había un hombre leyendo

Había un hombre leyendo. La gente normal hablaba por teléfono, aprovechaba para contestar mensajes, opinar por twitter o actualizar su estado de facebook. Se enfrascaban con algún videojuego en su móvil o escuchaban música sin más.

 

Él parecía sacado de otro siglo, ahí absorto con su libro de verdad. Pasaba las páginas y todo con los dedos. Fruncía el ceño y sonreía a veces, igual que la gente que miraba las pantallas, pero los gestos de aquel hombre tenían otra intensidad.

 

Algo impúdico, porque todos sabíamos que las páginas muertas no le estaban comunicando nada en ese momento; no es que un amigo de repente te mande un chiste o tu novio un emoticono de corazón. Sin embargo, él se emocionaba como si lo fuera. Como si estuviera interactuando con ese árbol asesinado. Jugando descaradamente a su propio juego, él solo, ahí tan tranquilo, sumergido en quién sabe qué mundos, leyendo desde el fondo del vagón.

En la ciudad de las maravillas

En la ciudad de las maravillas

Decía Benedetti que en la vida / hay una sola grieta / definitivamente profunda / y es la que media entre / la maravilla del hombre / y los desmaravilladores.

 

Podría parecer y parece que el mundo está hecho un asco al ver las noticias. Lo está. Llenito de desmaravilladores. Yo por eso a veces sigo una estricta dieta informativa, tirando alegremente piedras contra mi propio tejado. Pero a menudo los árboles no nos dejan ver el bosque, y hoy me he encontrado rodeada de maravillas, tantas que una no puede dejar de creer que todo tiene remedio, que tenemos remedio.

 

Es heroico lo que hacen en Guadalajara una vez al año, el tercer fin de semana de junio. En el Palacio del Infantado que aparece en la foto organizan un maratón de cuentos, de ilustración y música. Desde el viernes hasta el domingo, ininterrumpidamente, hay gente que se sube a un escenario a contar un cuento mientras otros dibujan las palabras que se quedan aleteando en el patio, entre columnas, y en los jardines, músico tras músico se ponen a tocar.

 

También hay un colorido mercado de artesanos, un rincón en el que te escriben al momento cuentos y poemas a tu antojo y un sanador al que le cuentas un problema y te receta un cuento al oído

 

Es mágico todo lo que sucede este fin de semana en Guadalajara, y lo mejor es que la ciudad entera se vuelca con su festival. Frente a los escenarios hay gente de todas las edades y pelajes: hay niños y macarras y abuelas y pijos y chonis y parejas y marujas y perroflautas y señores con sombrero, todos sentados disfrutando de los cuentos, que cuentan niños y macarras y abuelas y pijos y chonis y parejas y marujas y perroflautas y señores con sombrero.

 

Profesionales o no, se van subiendo uno a uno al escenario con ganas de contar un cuento, con la ilusión de compartir una historia, con más o menos fortuna, con más o menos recursos, con más o menos talento. Y se respeta todo, se aplaude a todos, sonríen todos.


Maratón de palabras que ensanchan el alma. Escucha y verás, dice un cartel. Para creer. Lee y verás...

Más femenina, ¡hombre!

Pero qué le pasa a la gente a la que le gusta ir a Ikea

tienen vocación de ratones o qué

me debe faltar algún cromosoma

porque no soporto ir de tiendas

no me gasto un dineral en cremas

no me gustan las peluquerías

teñirme el pelo, comer helado, acumular zapatos

celebrar con postales y flores San Valentín.



Pero rindo culto a los demás tópicos cuando

me tomo una copa y hablamos de hombres

voy en el metro y critico a los hombres

Me quedo mirando a las chicas muy guapas

con esa mezcla de admiración y envidia tan femenina

Suelo maquillarme en los semáforos

Digo que no a veces cuando es que sí



También soy rara a veces

le doy cien vueltas a las mismas cosas

se me complica lo más sencillo

me pierdo en el silencio si guardo secretos

Me da pereza la piscina porque moja

no me gustan los helados si están fríos





Por qué no puedo ser Arantxa

"¿Arantxa?” Dijo una voz en un susurro ahogado de lágrimas. Eran las dos y veinte de la madrugada de un día de diario y yo estaba despierta, por eso no me asusté cuando sonó el teléfono.


Pero nadie llama a un móvil a esas horas inseguro de quién va a contestar; ese tono de pregunta al decir mi supuesto nombre era extraño. Más bien desesperado: pensé que a ese tipo que llamaba a mi móvil le daba igual con quién hablar con tal de poder desahogarse, así que le dije: “sí”. Y se echó a llorar, aliviado. Dejé el libro que estaba leyendo sobre la mesilla, ahuequé la almohada, me arropé bien con las mantas, me quedé en silencio esperando indicaciones.


Él tardó un rato en poder calmarse, a mí sólo se me ocurrió interrumpirle para decir: “tranquilo” y se tranquilizó. Respiró profundamente, se aclaró la voz, creo que bebió un poco de agua, dijo “perdona”, luego “gracias”, después “sólo necesitaba saber que estabas ahí” y colgó.

Pequeña fábula de andar por casa que sólo entendemos tú y yo

Pequeña fábula de andar por casa que sólo entendemos tú y yo

Había una vez un hurón que vivía tranquilamente en su madriguera. Era un bicho solitario y huraño el hurón, con un poco de mala leche, sobre todo recién levantado, porque no le gustaba encontrarse a ningún ser vivo a su alrededor que entorpeciera su camino.


Le gustaba hacer las cosas a su manera, comía cualquier cosa que se encontraba en su camino despreocupadamente y se había acostumbrado a rebozarse por las mañanas en un charquito cercano de barro.


Hasta que un día se mudaron a vivir al tronco de al lado dos simpáticos topillos que le trastocaron los planes y sus modos de vivir. Los nuevos vecinos estaban empeñados en crear una convivencia agradable en esa parcela del bosque.

 

Así, un día que el hurón fue a rebozarse en su habitual charca, se encontró agua limpia; cuando iba a la caza de alimento se encontró con la mesa puesta, y al ir a encerrarse en su madriguera vio que se la habían decorado con hojas y ramitas.


Al hurón le trastornaba la actitud de los dos topillos, porque no estaba acostumbrado a que le llenaran el camino de flores en lugar de ponerle piedritas. Eran tantas las atenciones de los dos topillos que al final el hurón ha tenido que acostumbrarse hasta a despertarse de buen humor y a decir buenos días al levantarse, porque está visto que con esos topillos "no hay manera..."

De cervezas, flores y tornillos

Dieciocho latas de cerveza Alhambra de medio litro, una caja de plástico transparente con 100 tornillos y un ramo de flores, margaritas blancas. Éso es lo que llevaba ayer por la tarde el tipo que iba delante de mí en la caja del supermercado. Me quedé tan maravillada que lo dije en voz alta, separando las palabras:

- Cerveza, tornillos y flores. Vaya compra.

Él se dio la vuelta despacio hacia mí y respondió sin tono de sorpresa:

- Y a ti qué te importa.

- No, si no me importa, pero me encanta.

Él entonces torció el gesto y sonrió un poco. Era muy alto y llevaba el pelo desgreñado, chaqueta de cuero vieja y pantalones vaqueros de marca. Parecía un Quijote del siglo XXI cuando sacó el ramo de flores de la bolsa de plástico y lo empuñó con la mano derecha con el mismo gesto de quien enarbola una lanza. Le deseé suerte en su batalla.

No te salves

El indeciso dudó. Lo obligaron a detenerse en el borde del camino, 
y se quedó mirando apremiante a su alrededor. Qué presión.
A su derecha, había una senda floreada que llevaría a alguna parte
y un arroyo de agua revuelta y fresca siguiendo el camino de la
izquierda. No sabía por cuál decantarse. Qué presión.
La primera opción tenía baches, parecía escarpada a lo lejos;
si seguía el segundo camino podría mojarse. Qué presión.
Tanta, que no pudo soportarla: al final decidió no tomar
ninguna decisión.

"NO TE SALVES" (Mario Benedetti)

No te quedes inmóvil al borde del camino
no congeles el júbilo
no quieras con desgana
no te salves ahora
ni nunca.

No te salves
no te llenes de calma
no reserves del mundo
sólo un rincón tranquilo
no dejes caer lo párpados
pesados como juicios
no te quedes sin labios
no te duermas sin sueño
no te pienses sin sangre
no te juzgues sin tiempo.

Pero si
pese a todo
no puedes evitarlo
y congelas el jubilo
y quieres con desgana
y te salvas ahora
y te llenas de calma
y reservas del mundo
sólo un rincón tranquilo
y dejas caer los párpados
pesados como juicios
y te secas sin labios
y te duermes sin sueño
y te piensas sin sangre
y te juzgas sin tiempo
y te quedas inmóvil
al borde del camino
y te salvas
entonces
no te quedes conmigo

Escaleras de subida o bajada

Ya he bajado más veces por esa escalera

He visto que abajo del todo no hay apenas luz

Sé que ahí abajo no hay más que escombros,

y una siente que está caminando sobre las ruinas de su propia vida.

Todo aparece apagado, difuso, ruidoso, caótico, en desorden

De nada sirve obstinarse en permanecer ahí.

Hay que esforzarse en salir cuanto antes,

a cualquier sitio, pero querer salir.

Dibujar nuevos paisajes, encontrar un refugio

del que no haya que huir.

Está comprobado que de ese viaje de descenso

no se muere nadie:

las escaleras también sirven para subir.

Cada mañana

"Cada día

me convierto en mis ojos

soy las cosas que escucho

como el hombre que tiembla es

una parte del frío"

(Benjamín Prado: Todos Nosotros)

La culpable de todo esto

Ella se sumerge en el vagón de metro y para entretener el viaje va tejiendo conversaciones imaginarias. Pesca el recuerdo de una tarde lluviosa en Londres frente a una taza de café en un sillón de orejas, de la noche que pasó oculta tras una columna escuchando un concierto, de una despedida en el aeropuerto con lágrimas de secado rápido, de una bienvenida con flores amarillas, de las horas muertas dentro de un coche aparcado en doble fila, de una mañana de domingo de risas interminables...

Qué más da 8 que 80”, y viaja pensando en la noche que echó a rodar todo esto, en las llamadas telefónicas truncadas y en las infinitas, en las margaritas volando por la ciudad y en los limpiadores de estrellas, en los que ven atardeceres cuando están tristes y en los zorros domesticados.

Siente pescaditos dorados iluminándose dentro de su sangre y los cuida para que vivan siempre. Se le nublan a menudo los ojos y el parpadeo asemeja el aleteo de una mariposa. Abre la ventana y deja entrar en su casa una bocanada de flores. Cuando es necesario saca las alas de ángel que lleva ocultas en la espalda y es capaz de hacer que le salgan los dientes a un dinosaurio recién nacido. Sumergida en las entrañas de la ciudad, continúa hilando recuerdos y una sonrisa se le dibuja en la boca, que suele tener llena de peces.



Los chicos no lloran, tienen que pelear

Los chicos no lloran, tienen que pelear

Esta tarde he visto a una niña llorar desconsoladamente. Era guapísima la niña, de siete años, castaña y grandes ojos verdes que brillaban desamparados. Su madre la abrazaba y la animaba a desahogarse con el llanto. Más de diez minutos ha estado llorando, y le temblaban las manos. No quería despegarse del abrazo de su madre, que le daba besos en la frente y en el pelo. No quería volver a jugar. Lloraba aunque no tenía ni un solo rasguño, lloraba porque se había caído al suelo corriendo detrás de un balón.

 

A los niños de la foto, sin embargo, nunca los vi llorar. Viven en un poblado llamado Boby que está a varios kilómetros del pueblo más cercano, Houndé, en el centro de Burkina Faso. Están sentados en las escaleras de su escuela, a la que pueden ir un año sí y otro no porque no hay espacio en las aulas para todos. A éstos les toca ir a clase este año, y también allí se ocuparán de darles de comer. Las madres se turnan para hacer la comida una vez al día para todos, con los vegetales que el Estado les ha dejado cultivar en el campo que hay alrededor.

 

Así que están contentos, pero no sonríen los niños para la foto, aunque les hace muchísima gracia, se vuelven locos cuando se la enseñas en la pantalla y quieren siempre repetir. Se ponen serios cuando les apuntas con una cámara, pero en realidad están felices. Tampoco conocen otra realidad; la que les haría llorar si se cayeran corriendo detrás de un balón.

"A mí no me pintes girasoles"

"A mí no me pintes girasoles

ni los arranques de su tallo para dármelos

a mí no me pintes girasoles

si en tu pecho no giran hacia el sol sus pétalos dorados

si el naranja no brota cuando el amor

se desgarra de tristeza o de espera

a mí no me pintes girasoles

si no sabes cubrir mi desamparo

ni los arranques para dármelos

que llegan muertos

y no me sirven

amor

y no me sirven".

(Francisco Garzón Céspedes)

Siempre admiraré a los poetas porque manejan la capacidad de leerme el pensamiento, de traducir en palabras atemporales lo que se agita en mi interior. Una tarde relees un poema que conoces desde hace años y descubres de repente que habla de ti.

Tengo la fortuna de conocer al poeta que escribió estos versos. He crecido con sus palabras, sus palabras me enseñaron durante años y de sus palabras sigo aprendiendo. Él me enseñó sobre todo el poder de la palabra y a él debo agradecerle gran parte de la Elena que ahora soy.

Mar de fueguitos en la Noche de San Juan

“Un hombre del pueblo de Neguá, en la costa de Colombia, pudo subir al alto cielo. A la vuelta, contó. Dijo que había contemplado, desde allá arriba, la vida humana. Y dijo que somos un mar de fueguitos.

—El mundo es eso —reveló—. Un montón de gente, un mar de fueguitos.

Cada persona brilla con luz propia entre todas las demás.

No hay dos fuegos iguales. Hay fuegos grandes y fuegos chicos y fuegos de todos los colores. Hay gente de fuego sereno, que ni se entera del viento, y gente de fuego loco, que llena el aire de chispas. Algunos fuegos, fuegos bobos, no alumbran ni queman; pero otros arden la vida con tantas ganas que no se puede mirarlos sin parpadear, y quien se acerca, se enciende”.

Pienso en este fabuloso cuento de Eduardo Galeano al mirar desde arriba hacia el parque de la Cornisa de Madrid en la Noche de San Juan, después de haber quemado mis tres deseos y saltado siete veces una hoguera. Es literalmente un mar de fueguitos, un remolino de gente que brilla con su luz propia en torno a decenas de hogueras, en esta noche mágica en la que se queman los malos momentos del pasado año y nos envuelven los buenos augurios.